Ben Diez (Shì Chuán Fǎ)
Abad de Zen Oviedo

Descubre la visión de nuestro abad a través de estas charlas del Dharma:

Lo que de verdad importa

El zen requiere agallas

No es para todos

¿Demasiado intenso?

Milarepa y Marpa: cuando el Dharma cuesta oro… y se paga con soledad

La intención correcta

Para vivir en paz

Los laicos debéis tomarlo en serio

Huye de los zombis espirituales

Recato o seducción: elige tu camino


Oviedo, 2 de abril de 2025

Durante milenios, los seres humanos hemos intentado calmar nuestra insatisfacción corriendo tras lo mismo: comida, sueño, sexo, dinero, fama. El Buda los llamó los cinco deseos mundanos. Hoy usamos otros nombres: experiencias, éxito, plenitud, libertad… pero son las mismas trampas con otro envoltorio. Perseguimos promesas que no se cumplen: «Cuando consigas esto, entonces serás feliz». Y así se nos va la vida. Corriendo. Como locos. Lo más inquietante es que, en el fondo, lo sabemos. Sabemos que esto no funciona. Que no hay paz al final de esa carrera. Pero seguimos corriendo.

Pareja de patos mandarines, símbolo ancestral del amor fiel, la fidelidad conyugal y la unión armoniosa.
Pareja de patos mandarines, símbolo ancestral del amor fiel, la fidelidad conyugal y la unión armoniosa. En las tradiciones de Asia oriental, evocan la alegría de compartir la vida en pareja. En el zen encarnado que cultivamos, representan el deseo consagrado, el vínculo vivido con verdad y la fidelidad que nace de la atención amorosa.

Comemos sin saborear. Dormimos para no sentir. Follamos sin compromiso. Acumulamos sin sentido. Buscamos aprobación en un mundo que no sabe amar. Y trabajamos. Mucho. No solo para vivir, sino para demostrar algo.

Queremos ascensos, méritos, títulos, más responsabilidad. No por necesidad, sino para obtener validación. Para convencernos —y convencer a otros— de que somos valiosos. Pero ese reconocimiento externo es un pozo sin fondo: nunca basta. Y al final, entre la prisa y el orgullo, dejamos fuera lo más importante.

Cuando llega la vejez —si llega—, nadie se arrepiente por no haber comido más, dormido más, follado más sin amor, ganado más dinero o conseguido un puesto más importante. Nadie llora por no haber acumulado más títulos, méritos o aplausos. Pero demasiados se arrepienten por no haber amado de verdad. Por haber vivido buscando sin encontrar. Por no haber protegido lo que de verdad importa. Esto lo entendió el Eclesiastés (hacia 600 a. e. c.), después de haber probado todo:

«No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol» (2:10-11).

Y más adelante:

«Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón; porque tus obras ya son agradables a Dios. En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer [o el hombre] que amas, todos los días de la vida de tu vanidad que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol» (9:7-9).

Mucho antes, la tabernera Siduri ya lo había dicho, cuando Gilgamesh buscaba la inmortalidad:

«Gilgamesh, ¿hacia dónde corres?
La vida que persigues, no la encontrarás.
Cuando los dioses crearon a la humanidad,
le impusieron la muerte;
la vida la retuvieron en sus manos.
Tú, Gilgamesh, llena tu vientre.
Día y noche vive alegre.
Haz de cada día un día de fiesta.
Diviértete y baila noche y día.
Que tus vestidos estén limpios,
lavada tu cabeza, tú mismo estés siempre bañado.
Mira al niño que te tiene de la mano.
Que tu esposa goce siempre en tu seno.
¡Tal es el destino de la humanidad!»

~ Epopeya de Gilgamesh, versión paleobabilónica, hacia 1800 a. e. c.

¡Presta atención! No hay enseñanza más clara ni más elevada. Este es el mismísimo secreto de la vida. Deja de correr. No busques otra cosa. Amar y ser amado. Disfrutar de placeres sencillos y legítimos. Cuanto antes lo tengamos claro, antes podremos empezar a vivir de verdad.

Hoy, como ayer, los poderes que controlan la economía y la cultura han intentado esconder esta verdad sencilla. Quieren —y han querido siempre— seres insatisfechos, dóciles, fácilmente manipulables. Porque las personas que viven con plenitud, que aman y son amadas, que están presentes en su cuerpo y disfrutan de su vida, no son fáciles de controlar. No obedecen sin pensar. No necesitan comprar ni exhibirse para sentirse valiosas.

Pero esta sabiduría ha resistido, porque late en lo más profundo de lo que significa ser humanos, y ha seguido apareciendo una y otra vez en los márgenes. Por ejemplo, lo entendió claramente Ikkyū Sōjun (1394–1481), el maestro zen que amó, bebió y escribió con el cuerpo entero:

«Cada noche, la dama Mori canta para mí.
Bajo el edredón, dos patos mandarines,
conversación íntima siempre renovada.
Hacemos el voto de encontrarnos en el tiempo de Maitreya.
Aquí, en la casa del viejo buda, todo es primavera».

Y también:

«En vez de diez mil sutras, una canción.»

El maestro Ikkyū no proponía libertinaje. Proponía algo más difícil: vivir el deseo con verdad. Amar sin espectáculo. Disfrutar sin profanar. No evadirnos, sino comprometernos. No consumir cuerpos, sino construir vínculos.

Eso es lo que enseñamos en Zen Oviedo. No venimos a negar el deseo, sino a ordenarlo y consagrarlo. A protegerlo con recato. A habitarlo con atención amorosa. Porque no hay espiritualidad real si no transforma lo cotidiano. Y no hay espacio más sagrado que el amor compartido cuando se vive con lucidez.

La pareja sagrada no es una fantasía ni una imposición. Es una práctica: la más importante. No hay entrenamiento más profundo, ni revelación más clara del propio ego, que amar de verdad a otro ser humano y construir con él un vínculo seguro. Como enseñaron John Bowlby y Sue Johnson, el amor no es un lujo: es una necesidad del corazón humano. Y la pareja, cuando se vive con compromiso, ternura y atención amorosa, se convierte en el lugar donde se juega todo. Ahí se encarna el Dharma o se traiciona. Ahí se ama con verdad o se huye. Por eso el recato no es represión: es respeto. Es contorno para lo sagrado. Es la forma de custodiar lo que este mundo ha profanado: el deseo, el cuerpo, el vínculo.

Y tú, ¿hacia dónde corres?

¡Paz!


Oviedo, 2 de abril de 2025

En el zen —al igual que en otros caminos serios como el jasidismo o el sufismo magrebí— si preguntamos algo a nuestro maestro, se espera que hagamos caso a sus indicaciones. Si no, no preguntamos. Porque preguntar sin intención de actuar es solo una excusa para no cambiar. Y cuando eso ocurre, la transmisión se bloquea, la puerta de la transformación se cierra. Y sin transformación, no hay manera de sanar el sufrimiento ni de vivir en paz.

Morinaga Sōkō (1925–1995), destacado maestro zen japonés de la escuela rinzai
Morinaga Sōkō (1925–1995), destacado maestro zen japonés de la escuela rinzai

Un amigo mío, español, que había estudiado Medicina, fue a Marruecos para ver a su ‘shayj’ sufí. Le pidió orientación. El maestro le escuchó en silencio y dijo:

—Vete a vivir al Sáhara.

Y él fue. Sin protestar. Sin condiciones. Sin excusas. Allí conoció a su mujer y vivió la mayor parte de su vida adulta. No buscaba un consejo vago y estéril: buscaba una indicación clara para actuar que marcase una diferencia real. Y la encontró.

Algo muy parecido le ocurrió a Morinaga Sōkō (1925–1995), un destacado maestro zen japonés del siglo XX.

Era joven, estaba perdido. La guerra le había quitado todo: patria, padres, tierra, sentido.

Una mañana, en plena desesperación, se presentó con el pelo largo y una toalla a la cintura en el templo Daishuin, en Kyoto, donde vivía el anciano maestro Zuigan Gotō (1879–1965).

Hablaron. O más bien, Morinaga habló durante hora y media. Cuando terminó, el maestro dijo:

«Escuchándote ahora, puedo ver que has llegado a un punto en el que no hay nada en lo que puedas creer. Pero no existe algo así como práctica sin creer en tu maestro. ¿Puedes creer en mí? Si puedes, te acepto ahora mismo, tal como estás. Pero si no puedes creer en mí, entonces tu presencia aquí no tiene sentido, y puedes regresar de inmediato al lugar del que viniste».

Algunas personas dicen que necesitan tiempo. Pero lo que falta no es tiempo: es voluntad. Voluntad de mirar su insatisfacción de frente, a la cara. Voluntad de dejar de dar vueltas, de decir sí de verdad. Eso es el zen: no una espera pasiva, no excusas, sino una decisión encarnada. Determinación. Coraje real. No dejarse paralizar por el miedo. Echarle huevos u ovarios, sin adornos.

No es cuestión de obediencia ciega, sino de comprender que sin entrega auténtica, nada se transforma. El maestro no exige sumisión. Exige sinceridad. Y si preguntas, es porque estás dispuesto a hacer lo que se te diga.

Si no, simplemente no preguntes.

¿Demasiado radical? Quizá. Pero ¿cómo podría haber transformación real sin algo de riesgo?

Huìkě (487–593), el segundo patriarca zen de China, se cortó un brazo. No como gesto simbólico, sino porque comprendía que su vida estaba en juego, que el verdadero ‘sí’ no se dice con la boca: se encarna. Y confiar —de verdad— es dar un salto de fe que no nace del ego ni de la mente pensante, porque no es un pensamiento: es algo más hondo, algo que brota de las entrañas. Es instinto puro.

Ir a sentarse con otros un día a la semana puede ser útil, o un estorbo, depende. Pero no es zen si no hay entrega, si no se da el salto desde las tripas. Zen es quemar las naves. Es ir al maestro como se va a la vida o a la muerte. Como quien dice: «Ya no puedo más. Aquí estoy. Hazme de nuevo».

Ese es el camino. No de todos. No de los tibios. No de los que juegan a ser espirituales. Pero sí de los que están listos para tomar acción, transformar su vida y vivir en paz de una vez. Preguntar es comprometerse a escuchar y actuar; sin excusas, esas se dejan en casa. Si no estás listo, guarda silencio con respeto… hasta que lo estés.

¡Paz!


Oviedo, 1 de abril de 2025

Hace tiempo, una mujer atractiva —acostumbrada a ser mirada, a seducir con naturalidad, y que aseguraba querer seguir el camino del zen— me preguntó:

—Entonces, ¿debo tirar toda mi ropa?
—Sí.
—¿Y cambiarme de casa?
—También.

Huìkě (487–593), segundo patriarca zen de China, ofreciendo su brazo a Bodhidharma.
Huìkě (487–593), segundo patriarca zen de China, ofreciendo su brazo a Bodhidharma.

No era una metáfora. Era una enseñanza, una indicación clara. Y si lo que decía era verdad —si de verdad quería seguir el camino—, entonces no había otra respuesta posible.

Su ropa estaba hecha para ser mirada. Para destacar. Para el escaparate del mundo. No para el camino interior. Su casa, un bajo con ventanales, exponía cada rincón de su intimidad a los ojos de cualquiera que pasara por la calle. No hay santuario que resista tal exposición.

En la tradición judía, esto se llama hezeq reiyáh, el «daño de la mirada». Porque el recato no empieza en la tela, sino en la arquitectura.

No se permite construir una ventana si desde ella puede verse el interior del hogar ajeno. ¿Por qué? Porque lo interior es sagrado. La casa es un pequeño santuario. Y un santuario con muros de cristal no es un santuario: es un espectáculo.

No se puede hablar de silencio si uno vive como un espectáculo. Así que sí: tirar la ropa. Y mudarse. No como castigo, sino como comienzo. Para despejar. Para volver a lo esencial. Para habitar, por fin, una vida no diseñada para el ojo ajeno, sino para la verdad.

¿Te suena exagerado? Quizá es que hemos confundido el desapego con una fantasía mental, con alguna idea bonita leída en un libro de espiritualidad. Pero el desapego real —el único que cuenta— no ocurre en la cabeza. Ocurre en la carne. En las decisiones. En la vida concreta.

Esto siempre ha sido así. Huìkě (487–593), el segundo patriarca zen de China, se cortó un brazo para mostrar su determinación. No por devoción ciega, sino por urgencia existencial.

Esperó días en la nieve frente a Bodhidharma, quien lo ignoraba. Cuando se cortó el brazo y lo ofreció, el maestro le habló.

¿Qué nos dice esto? Que quien quiere atravesar la puerta, debe dejar atrás algo real. ¿Y tú? ¿No puedes dejar una prenda? ¿No puedes cerrar una cortina?

El verdadero zen —como el jasidismo y el sufismo magrebí— no niega el cuerpo ni el amor legítimo. Los consagra. Y por eso exige más: porque pide vivir con verdad, no con espectáculo vacío. En realidad, cualquier camino espiritual serio exige lo mismo. No es un juego de ideas. No es un refugio estético. Es una llama.

Quien no esté dispuesto a tomar decisiones reales —no simbólicas, no mentales—, mejor que busque otro lugar. Hay muchos grupos donde sentarse en silencio sin incomodarse, donde todo es suave y reconfortante. Este no es uno de ellos. Este camino no ofrece un falso consuelo estéril. Ofrece verdad, transformación y sanación. Sin paños calientes.

Si vienes, que sea desnudo de excusas. Porque el verdadero zen no comienza cuando te sientas, sino cuando estás dispuesto a abandonar lo que creías imprescindible.

¡Paz!


Oviedo, 2 de abril de 2025

Lo escuché una vez, y se me quedó grabado:

—Es que lo nuestro, el compromiso, esta forma de vincularnos… es demasiado intenso.

Ikkyū Sōjun (1394–1481), uno de los maestros zen más lúcidos de la historia y gran inspiración para el enfoque encarnado y radical de Zen Oviedo.
Ikkyū Sōjun (1394–1481), uno de los maestros zen más lúcidos de la historia y gran inspiración para el enfoque encarnado y radical de Zen Oviedo.

Como si eso fuera un problema. Como si la intensidad fuera un defecto. Pero ¿qué otra cosa puede ser el amor, si no es intenso? ¿Qué otra cosa puede ser el zen?

Lo que está en juego en una relación auténtica no es un pasatiempo ni un acuerdo social. Está en juego lo único que da sentido a esta vida sombría y fugaz: la sanación real, la disolución de las defensas, la caída de las máscaras, el abandono de los hábitos que nos alejan del otro… y de nosotros mismos. El vínculo seguro que anhelamos en lo más profundo del ser.

Claro que es intenso. Y si no lo es, no vale la pena.

¿O acaso Huìkě, el segundo patriarca del zen, no se cortó un brazo para mostrar su determinación? ¿Acaso Ryōnen Gensō no se desfiguró el rostro para poder practicar? ¿Acaso Siduri, el Eclesiastés y maestros como Línjì o Ikkyū vivían con tibieza? No. Vivían con intensidad, saboreando cada día. Hablaban de cuerpo, de vino, de gozo y de muerte. Sabían lo que estaba en juego.

Comprometerse de verdad es una práctica espiritual. Amar de verdad es una forma de ‘zazen’. De hecho, es la práctica que da sentido a todas las demás, el ‘tikún olam’ más elevado: la reparación del mundo que comienza en el hogar. Cuida de tu mujer o de tu marido, honra tu vínculo sagrado, y será como si hubieses salvado el universo entero.

La pareja, cuando se vive con honestidad y entrega, es un ‘dōjō’. Es el lugar donde uno ve con nitidez sus miedos, su ego, sus reacciones, su historia… y su anhelo más profundo de ser amado. Por eso muchos huyen. No porque no amen, sino porque amar los confronta. Y eso, para algunos, es insoportable.

Pero también es el refugio seguro que tanto hemos buscado: la tierra pura. Un paraíso real, donde cuerpo y corazón descansan al fin; donde la ternura se vuelve alimento, la risa regresa sin miedo, y uno siente —con certeza serena— que ha llegado a casa. No una evasión del mundo, sino la realización del mundo compartido con verdad.

Sin intensidad no hay verdad. Y sin verdad, lo que hay no es amor: es compañía pactada para no mirarse.

Y es precisamente esa intensidad la que puede abrirnos las puertas de una vida verdadera. Una vida entera, honesta, sagrada. Encarnada. No como ideal inalcanzable, sino como práctica viva. Donde amar no es evasión, sino despertar. Donde comprometerse no es una carga, sino la única vía real hacia la sanación.

¿Demasiado intenso? Tal vez. Pero también es la única intensidad que salva de la insatisfacción interior y la vanidad de la existencia. La intensidad no es el problema. El problema es querer vivir sin ella.

¡Paz!


Oviedo, 3 de abril de 2025

Marpa el Traductor (1012–1097) no fue monje. Fue esposo. Y también agricultor, maestro, transmisor del Dharma. Trajo el linaje más profundo del budismo tántrico desde la India al Tíbet, y lo hizo sin huir del mundo. Su práctica era el vínculo, la tierra y la acción compasiva, pero firme. No se retiró a la montaña: eligió el hogar como templo.

Pareja mayor meditando sentada frente al mar, encarnando el espíritu del zen en la vida cotidiana, símbolo del Dharma vivido en el vínculo amoroso.
El Dharma no se transmite en la cueva, sino en la vida compartida. Como Marpa y Dagma: dos cuerpos, un solo compromiso. Amor, práctica y verdad en cada gesto cotidiano.

Su esposa, Dagma, no fue un freno a su rigor, sino el otro pilar de su fuerza. Mientras Marpa exigía, ella sostenía. Mientras él forjaba a sus discípulos con dureza, ella cuidaba lo humano. No estaban en conflicto: estaban en alianza. No se corregían mutuamente: se complementaban con precisión. Sin ella, el fuego habría quemado. Con ella, pudo transformar. Juntos, eran el linaje vivo. ‘Gevuráh’ y ‘jésed’, si alguien entiende: el rigor que transforma y la ternura que sostiene.

Milarepa llegó a ellos marcado por el peso de sus actos: había usado magia para matar, y buscaba redención. Llegó con oro, como era costumbre en la transmisión tántrica. El oro no era un precio cualquiera: era símbolo de entrega total. Y Marpa lo aceptó. Pero no le enseñó nada.

En lugar de transmitirle el Dharma, le puso a construir torres. Una, dos, tres. Debía desmontar cada una al acabarla. Piedra por piedra. Sudor, humillación, hambre. Una y otra vez. No por crueldad, sino porque Milarepa aún no estaba limpio. Porque el ego no se cae leyendo libros. Porque la transformación no llega con palabras dulces.

Y cuando Milarepa, agotado, ofreció un poco más de oro —reservado en secreto—, Marpa le echó. No porque despreciara el oro, sino porque ese oro revelaba que aún no había entrega total. Que el discípulo no confiaba del todo. Y sin confianza, no hay transmisión.

Pasaron años. Cuando el fuego había purgado lo necesario, Marpa le dio todo: el mahamudra, los seis yogas de Naropa, el linaje completo. Milarepa lo recibió… y se fue. Se retiró a las montañas. Pasó el resto de su vida solo, meditando entre ortigas, comiendo lo que podía, tratando de apaciguar el dolor de fondo que nunca le abandonó. Aprendió el linaje. Alcanzó cierta paz. Pero murió sin pareja, sin hijos, sin un hogar compartido.

A pesar de lo que diga la tradición tibetana, no fue un modelo a seguir. Fue un alma desgarrada que hizo lo que pudo. Su devoción fue sincera, pero su camino fue el reflejo de una herida que no sanó del todo: el precio kármico de haber matado a demasiadas personas. No fue una realización plena. Fue una penitencia. Como muestra, su culo encallecido de tanto sentarse para tratar de escapar de su dolor.

Marpa vivió con otros. Milarepa, no. Y eso lo cambia todo.

El Dharma no se transmite desde la cueva. Se transmite en la vida real. En el vínculo. En el cuerpo compartido. En la dificultad cotidiana de no huir. Quien ama con verdad, quien se compromete de verdad, vive en el único templo que importa: la pareja como ‘dōjō’, como refugio seguro, como llama sagrada.

No hay despertar más alto que cuidar, día tras día, de alguien a quien se ha elegido. No hay linaje más profundo que el que se sostiene con carne, con ternura y con decisiones concretas. El resto —incluso si es sincero— es apenas un grito solitario en medio de la montaña.

¡Paz!

P. S.: ¿Has notado que no hay imágenes de Marpa y su esposa Dagma juntos? No es un olvido inocente. La tradición tibetana, obsesionada con la renuncia y el ascetismo, decidió elevar al ermitaño Milarepa como ideal, y con ello borró del imaginario la figura de Dagma y la transmisión encarnada en la vida compartida.

Pero lo cierto es que el Dharma verdadero no se transmite desde la cueva, sino en el hogar, en el vínculo, en la pareja que se sostiene día tras día con presencia y entrega. No es un camino alternativo: es el lugar donde la transmisión se vuelve real.

Sin Dagma, el fuego de Marpa no habría tenido raíz ni medida. Recordarlos juntos no es una corrección moderna: es devolver al linaje su verdad encarnada. Porque lo que sostiene al mundo no es la soledad penitente de Milarepa, sino la llama compartida de Marpa y Dagma.


Oviedo, 7 de abril de 2025

Uno de los ocho pasos del camino óctuple del Buda es la llamada intención correcta. Esta práctica nos lleva a examinar nuestra aspiración raíz y a reorganizarla si es necesario. ¿Qué es lo más importante para nosotros? ¿Qué está en el centro de nuestras vidas? ¿Sobre qué eje se organiza todo lo demás?

Solo hay una respuesta lúcida: construir un vínculo sagrado con nuestro ser amado. Hacernos una sola carne. No hay nada más importante. Sin ese amor real —con nombre y apellidos—, la vida se fragmenta, se desangra, se derrumba. Y para encarnar ese amor hacen falta preceptos y recato. Sin ellos, el vínculo se marchita y se pudre. Con ellos, puede echar raíces y florecer.

Cuando elegimos a alguien, debemos construir una «cerca de piedra y una puerta con cerrojos» alrededor de nuestro vínculo sagrado. Debe quedar claro para todos —sin ambigüedad ni margen de interpretación— que no estamos disponibles, que no hay espacio para aproximaciones, y que cualquier intento de cruzar ese umbral no es bienvenido.

No hablamos de amor universal ni de sentimentalismos baratos. Hablamos de elegir. De cuidar. De permanecer. De entregarse con claridad, con límites y con cuerpo. Todo lo demás —la vocación, el trabajo, la meditación— solo tiene sentido si sostiene y protege ese vínculo.

Como dijo magistralmente Laibl Wolf (nacido en 1947), un conocido rabino jasídico australiano de origen polaco:

«Mucha gente se pasa años y años errando por el mundo, buscando la felicidad y la realización. Pero quizá están buscando en lugares equivocados. El esquivo premio se halla en lo más sencillo y barato: alguien a quien amar, alguien con quien compartir la vida, alguien a quien cuidar, alguien a quien ayudar a soportar los momentos dolorosos de la vida y alguien en quien creer».

Eso es todo. Lo demás —sea lo que sea— gira en torno a ese centro.

¿Es importante el trabajo? Solo si ayuda a cuidar el vínculo sagrado. ¿Tiene sentido comer bien, entrenar, meditar? Solo si refuerza ese vínculo. Tan simple —y tan exigente— como eso.

Algunas personas creen que las buenas obras y las oraciones salvarán al mundo. Pero como enseñaron los alumbrados, perseguidos y exterminados por la Inquisición en el siglo XVI: «Los casados, estando en el acto del matrimonio, están más unidos a Dios que si estuviesen en oración».

No hay mayor acto de servicio ni de transformación que construir una relación de pareja verdadera: concreta, encarnada, sostenida cada día con ternura, firmeza y fidelidad. Con el cuerpo y con el corazón. No como refugio cómodo ni como ideal romántico, sino como una vía real de despertar que exige coraje, renuncia y presencia verdaderos.

Y si suficientes seres humanos nos atrevemos a vivir así —sin adornos, sin evasiones, sin buscar solo lo que resulta fácil o agradable—, florecerá una revolución silenciosa. No hará ruido. No ocupará titulares. Pero transformará el mundo de verdad. Desde dentro. Desde lo íntimo. Desde ese lugar sagrado donde dos seres se eligen del todo: con su cuerpo, con su corazón, con su vida.

¡Paz!


Oviedo, 8 de abril de 2025

Para vivir en paz, construir relaciones saludables y desarrollar un vínculo sagrado debemos empezar por lo esencial: practicar los preceptos y el recato con seriedad. Esta es la médula del zen. No hay otro camino. No se puede negociar con la realidad.

Algunas personas piensan: «Es que el recato me oprime». No, lo que te oprime es tu ignorancia, tu vanidad, tu orgullo. La insatisfacción que te corroe por dentro, la vida caótica que arrastras, las relaciones que se desmoronan como un edificio sin cimientos… todo esto lo has construido tú mismo o tú misma, paso a paso, con cada decisión. Todas las acciones tienen consecuencias, y tener esto claro es el primer prerrequisito del zen auténtico.

El verdadero camino espiritual no es para todos. Es para quienes han visto con lucidez que su vida es un jodido desastre y están dispuestos a hacer lo necesario para recoger otros frutos. No se trata de hacer lo que nos apetece a cada momento. Se trata de hacer lo que nos transforma.

«¿Qué pensarían mis amigos si empiezo a vivir de manera recatada?» ¿Y a quién le importa? Observa sus neuras, sus relaciones marchitas y sin dirección, su vacío existencial constante. ¿De verdad quieres seguir sus pasos? Si escuchas sus consejos, tendrás su misma vida —que, por cierto, ya es la tuya, aunque te cueste admitirlo.

«El camino espiritual exige mucho.» Efectivamente. Cualquier camino serio lo exige todo. «Deshazte de lo que tienes. Ven. Y sígueme.» Sin excusas. Sin condiciones. Ese grupo donde te sientas cómodamente una hora a la semana no es un camino espiritual: es entretenimiento anestesiante. Cualquier iglesia o templo que evite hablar de preceptos y recato está al servicio del demonio Mara.

Preceptos y recato son tanto el inicio como la meta del camino. Son la expresión natural de una mente despierta. Sin ellos no hay claridad. No hay transformación. No hay despertar. Y si no estás dispuesto a entregar tu vieja vida, a deshacerte de todo, al menos sé honesto: sigue como hasta ahora, acepta que vas a malvivir lo poco que te quede de vida, y asume que estás tirando a la basura la única existencia que vas a tener.

No vengas luego con llantos. Ya lo sabías. Solo te faltó valor.
Hoy miro de frente mi insatisfacción.
Hoy dejo caer las excusas.
Hoy elijo el camino que transforma.
Con preceptos y recato como guía.
Sin cuentos. Con los pies en la tierra.

¡Paz!


Oviedo, 11 de abril de 2025

Tradicionalmente, los laicos en el budismo son vistos como personas demasiado apegadas a la vida mundana que, con suerte, si cumplen con lo mínimo y ayudan a mantener a la sangha (comunidad), podrán hacerse monjes y alcanzar la liberación en una próxima vida.

Por eso, los laicos budistas suelen estar bastante perdidos, y su nivel de desarrollo espiritual, su paz y sus relaciones no suelen estar a la altura, por ejemplo, de los practicantes jasídicos o sufíes comprometidos, que siguen caminos donde la vida cotidiana es el lugar del despertar (bodhimaṇḍala).

Yo estoy en contra de esto, porque esta vida es nuestra única existencia segura, y por tanto se trata de lograr la paz en esta vida, de disfrutar de esta vida, de construir relaciones saludables en esta vida. Y para eso necesitamos ponernos serios con los preceptos y con el recato, al menos al nivel de un novicio o una novicia.

Por ejemplo, uno de los modales conscientes para los novicios dice:

«Si un novicio llevara maquillaje o joyas, sería difícil ver la belleza de la libertad y la estabilidad brillando en su rostro, y la gente podría perder la confianza en la práctica. Cuando un novicio practica los gathas, los diez preceptos y los modales conscientes, vistiendo con sencillez y pulcritud, con túnicas limpias, manifiesta una pureza y una ligereza que pueden ser fuente de iluminación e inspiración para muchos».

Zen Oviedo es un camino espiritual serio de transformación y sanación reales. Por eso no rebajamos los estándares para acomodarnos al mundo. No nos interesa crecer rápido con estudiantes tibios. Queremos crecer de forma orgánica, con estudiantes comprometidos que realmente quieran vivir en paz, construir relaciones saludables y que entiendan que eso exige esfuerzo, integridad y, sí, el coraje de guerrear —con valentía y sano orgullo— en la batalla cultural. No estamos aquí para mundanizarnos, sino para ser una luz que guíe en medio de la oscuridad.

Si de verdad quieres sanar tu insatisfacción y construir una vida que merezca la pena, el camino está claro. Pero si prefieres seguir atrapado en la mediocridad que te rodea, sé honesto contigo mismo o contigo misma: el camino espiritual no es para ti. Al menos, no por ahora. Dedica tu tiempo a otra cosa y acepta las consecuencias.

¡Paz!


Oviedo, 14 de abril de 2025

Hay personas que viven como zombis. Su sistema de valores mundanos está tan profundamente incrustado en su cuerpo-mente que, aunque saben que algo va muy mal en sus vidas, no están dispuestas a hacer la reprogramación necesaria. A pesar de sus palabras bonitas y sus pseudo-intenciones, no quieren sanarse. No buscan transformarse. Solo repiten lo que el mundo les ha enseñado.

«Jamás voy a cambiar eso», dicen, como si supieran de qué están hablando. Como si se pudiera regatear con las enseñanzas. Como si la realidad aceptara condiciones. Y en ese punto, cuando alguien deja claro que no está dispuesto a hacer lo que hay que hacer, lo único sensato es responder con serenidad y firmeza: «Buen camino».

Estas personas son altamente tóxicas, tanto para sí mismas como para quienes las rodean. No se puede construir nada verdadero con ellas. Por ejemplo, están quienes son esclavas de la vanidad y de la moda. Prefieren habitar los infiernos antes que actuar con dignidad y recato. Viven para exhibirse. Sus gestos, su mirada y su ropa buscan atraer, seducir, provocar. Y eso lo emponzoña todo.

Prefieren una vida de mierda antes que renunciar a la moda y al coqueteo. Realmente son fashion victims en el sentido más literal. Así es imposible vivir en paz. Es un billete directo a los reinos infernales. Y si no están dispuestas a inmolar esa personalidad y entregar su ego al fuego de la transformación, lo mejor es alejarse. Porque quien no quiere vivir con decencia se convierte, más pronto que tarde, en una fuente inagotable de conflictos.

Huye. No te dejes arrastrar. Sigue esta enseñanza clara del Qur’ān:

«Reúnete con quienes invocan a su Señor por la mañana y por la tarde anhelando Su rostro. No te apartes de ellos buscando el encanto de la vida mundana. No obedezcas a aquel cuyo corazón se ha olvidado de recordarme, sigue sus pasiones y actúa con negligencia» (18:28).

Un ego atrapado en esa prisión no se puede liberar a sí mismo. ¿Hay salida? Sí: rendirse ante un verdadero maestro. Uno que viva en paz. Que encarne los preceptos y el recato. Que haya sido forjado por la tradición y sellado por sus maestros.

No hay otra. Como dijo el shayj (maestro sufí) Abdalqadir as-Sufi (1930–2021):

Antes de poder embarcarnos en el camino debe quedar establecido que todo se basa en nuestra propia convicción respecto al enfoque del Shayj, y en el abandono de todo tipo de idea, opinión o especulación que podamos tener respecto a la validez o no del trabajo.

Esta rendición exige que, incluso más allá de los límites de la razón, uno debe estar totalmente conforme con las instrucciones y órdenes del Shayj. Esto es muy difícil de aceptar por la, así llamada, gente culta.

No hay discusiones entre la gente del Camino. Puede que Maestros diferentes utilicen métodos distintos, pero en cualquier caso no hay discusión. Si se asume que el Maestro sigue la sharía [preceptos y recato], es incuestionable: este es el único criterio externo del buscador cuando elige a su maestro.

Tal y como dijo el shayj al-Kāmil: «Incluso si un hombre viniese hacia ti volando por el aire, si no sigue la sharía, abandónale».

El verdadero zen no se construye con ideas bonitas ni con aspiraciones vagas. Se construye con recato, con silencio y con obediencia real. Con acciones concretas, con vínculos verdaderos, con una práctica que transforma la vida cotidiana —o no es nada. Por eso, no pierdas el tiempo con quien no quiere sanar. No te distraigas con quien prefiere exhibirse a entregarse. El tiempo es corto y el camino, exigente.

Zen Oviedo no es para quienes buscan un conocimiento intelectual ni para quienes juegan a ser espirituales sin someterse a la disciplina de la transformación. Es para quienes ya han visto suficiente ruina —y están listos para arder.

¡Paz!


Oviedo, 17 de abril de 2025

El Buda enseñó:

«Si uno encuentra un amigo inteligente, un compañero de noble conducta y prudente, entonces vaya con él, con alegría y atención. [Pero si no lo halla] viva solo, como un elefante salvaje en el bosque» (Dhammapada 328-329).

Y también:

«Es mejor vivir solo; no hay amistad posible con el necio. Como un elefante salvaje en el bosque, viva uno solo, libre de preocupaciones, absteniéndose de acciones innobles» (Dhammapada 330).

Estas palabras resuenan con las Escrituras hebreas, aunque desde una sabiduría distinta: alejándose de las enfermizas soledades ascéticas y llevando la atención a donde de verdad importa, al ámbito de la pareja:

«Descubrí que una mujer seductora es una trampa más amarga que la muerte. Su pasión es una red, y sus manos suaves son cadenas. Los que agradan a Dios escaparán de ella, pero los pecadores caerán en su trampa» (Eclesiastés 7:26).

Sin embargo, frente a esta asechanza «más amarga que la muerte», el mismo Eclesiastés nos ofrece la alternativa más preciosa. Y en Zen Oviedo consideramos que esta alternativa es la enseñanza espiritual más elevada: la piedra fundamental sobre la que construir nuestra existencia, el eje central en torno al cual debe girar toda nuestra vida:

«Vive feliz junto a la mujer que amas, todos los insignificantes días de vida que Dios te haya dado bajo el sol. La esposa que Dios te da es la recompensa por todo tu esfuerzo terrenal» (Eclesiastés 9:9).

Porque no se trata de huir del mundo ni de temer al deseo, sino de vivir el vínculo desde la reverencia, con recato, alegría y compromiso. Tal como el Buda enseñó: únete al sabio, aléjate del necio. El sabio vive con recato y dignidad. El necio seduce y se disuelve.

No se trata de condenar el cuerpo ni la belleza, sino su uso como instrumento para atraer miradas, alimentar el ego o provocar deseo fuera del vínculo sagrado. Las Escrituras no ahorran palabras al denunciar la manipulación sensual, el juego calculado del coqueteo y el uso del cuerpo como cebo:

«Pues los labios de una mujer inmoral son tan dulces como la miel y su boca es más suave que el aceite. Pero al final ella resulta ser tan amarga como el veneno, tan peligrosa como una espada de dos filos» (Proverbios 5:3-4).

«La mujer se le acercó, vestida de manera seductora y con corazón astuto. Era rebelde y descarada, de esas que nunca están conformes con quedarse en casa. Suele frecuentar las calles y los mercados, ofreciéndose en cada esquina. Lo rodeó con sus brazos y lo besó, y mirándolo con descaro le dijo: “Acabo de hacer mis ofrendas de paz y de cumplir mis votos […]”» (Proverbios 7:10-14).

«Una mujer hermosa sin discreción es como un anillo de oro en el hocico de un cerdo» (Proverbios 11:22).

«Y quiero que las mujeres se vistan de una manera modesta. Deberían llevar ropa decente y apropiada y no llamar la atención con la manera en que se arreglan el cabello ni con accesorios de oro ni con perlas ni ropa costosa» (1 Timoteo 2:9).

Esto no es moralismo: es claridad espiritual. La seducción, la falta de recato, lleva a la degradación interior, a la cosificación del cuerpo, a la destrucción de las relaciones y a la amargura existencial más profunda.

Frente a eso, la Escritura ofrece otra imagen:

«¿Quién podrá encontrar una esposa virtuosa y capaz? Es más preciosa que los rubíes. Su marido puede confiar en ella, y ella le enriquecerá en gran manera la vida. Esa mujer le hace bien y no mal, todos los días de su vida» (Proverbios 31:10-12).

«El encanto es engañoso, y la belleza no perdura, pero la mujer que teme al SEÑOR será sumamente alabada. Recompénsenla por todo lo que ha hecho. Que sus obras declaren en público su alabanza» (Proverbios 31:30-31).

Esto vale para todos. La seducción habita cuerpos. Hay mujeres y hombres que han hecho del exhibicionismo y el deseo de atraer su forma de estar en el mundo. Y hay mujeres y hombres que viven con recato, con temple, con dignidad. El recato no es cuestión de sexos: es cuestión de corazón.

Habla con recato. Mira con recato. Camina con recato. No para esconderte, sino para proteger el fuego del deseo verdadero: el que construye, el que honra, el que no se disuelve entre likes, aplausos ni cuerpos usados.

Recato no es represión. Es reverencia. Porque lo íntimo, cuando se expone, se profana. Y lo sagrado, cuando se banaliza, muere.

Y lo más importante: el recato nos protege. Nos protege del uso del cuerpo como mercancía. Protege el vínculo sagrado con una «cerca de piedra y una puerta con cerrojos», como enseña la tradición hebrea. Ordena las relaciones entre los sexos. Y, finalmente, sana el mundo. Porque sin recato, todo se desmorona. Con recato, todo puede florecer.

Si en tu interior ya intuyes que la seducción te dispersa y el recato te centra, no lo ignores. No es moralismo: es sabiduría antigua, encarnada por quienes han elegido vivir con dignidad. Elige bien. Es tu única vida.

Y si aún dudas, escucha lo que dejó escrito el profeta Isaías, testigo de una sociedad en ruinas:

«Las hijas de Sión son tan orgullosas que caminan con el cuello estirado, con ojos seductores y pasitos cortos, haciendo sonar los adornos de sus pies. Por eso el SEÑOR cubrirá de sarna la cabeza de las hijas de Sión, y las dejará completamente calvas» (3:16-17).

No hace falta imaginar un rayo del cielo. La «sarna» es la lógica interna del mercado de los cuerpos. La carne ofrecida como mercancía acaba podrida, despreciada, sustituida. No es juicio divino: es el precio de haberse convertido en espectáculo.

Porque el cuerpo no fue hecho para la vitrina, sino para el altar. Y el deseo, para el vínculo. Solo el recato —en el vestir, en el mirar, en el hablar— protege ese fuego y le da cauce. Todo lo demás se quema.

Hoy, como ayer, hay dos caminos. Uno lleva a la amargura existencial y al caos. El otro, a una vida fecunda, digna y verdadera.

¿Y tú, hacia dónde caminas?

¡Paz!


Si sientes que este camino resuena contigo —y estás dispuesto a tomar decisiones reales—, te esperamos. No ofrecemos consuelo: ofrecemos verdad. Y una comunidad donde vivirla juntos.


Última revisión: 17 de abril de 2025