Manifiesto íntimo de un sacerdote zen judío
Ben Diez (Shì Chuán Fǎ)
Abad de Zen Oviedo
Soy sacerdote zen en el linaje del venerable Xūyún (1840–1959), y pasé tres meses practicando en Plum Village con el maestro Thich Nhat Hanh (1926–2022). Pero no enseño a trascender el cuerpo ni a negar el deseo. Para mí, el único despertar verdadero es este: vivir con atención suficiente, cultivar relaciones honestas y compartir la vida con la mujer amada: carne y corazón entrelazados. Como dice el Génesis: «y serán una sola carne». Sin vergüenza. Sin espiritualismo.

El judaísmo —al menos el que reconozco como mío— nunca ha despreciado la carne ni ha idealizado la renuncia. Ha puesto el matrimonio, el gozo y el cuidado mutuo en el centro mismo de la vida espiritual. Santificar el pan, el vino, el deseo y la cama compartida. El alma no se eleva saliendo del cuerpo, sino habitándolo hasta el fondo.
Siduri, en la más antigua epopeya del mundo, no ofrece salvación ni inmortalidad. Solo esto: «Gilgamesh, ¿hacia dónde corres? Llena tu vientre; día y noche vive alegre. Que tus vestidos estén inmaculados, lavada tu cabeza, tú mismo estés siempre bañado. Que tu esposa goce siempre en tu seno. ¡Tal es el destino de la humanidad!».
El Eclesiastés lo confirmó siglos después: «Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón […] En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer [o el hombre] que amas, todos los días de la vida de tu vanidad […] porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol».
No hay cielo ni infierno ni más allá. El único juicio será el de nuestra propia conciencia al morir. No hay iluminación más alta que esta: vivir, amar y gozar mientras podamos, sin fantasmas ni promesas vacías. Por eso sigo a Ikkyū Sōjun (1394–1481), el monje loco por el vino, el cuerpo y la ternura. No como símbolo, sino como maestro de carne y hueso. Tras la muerte de su amada Mori escribió:
«Cuando Mori murió, la esperé en vano en mis sueños.
Las noches eran largas y silenciosas,
solo el viento entre los pinos me hacía compañía».
Ese poema ilumina más que mil kōans. Habla de amor vivido y de ausencia real. De ternura, cuerpo y pérdida. Sin adornos, sin doctrinas, sin escapismos. Quien se pasa la vida hablando de mística no ha vivido: está muerto. Mejor que hablara de sidra y pulpo, de caricias y besos.
No enseño a escapar del mundo. Enseño a habitarlo del todo. A disfrutar con lucidez. A cuidar con el cuerpo entero. A aceptar la pérdida con dignidad. Mi templo es el cuerpo, y por eso lo protejo con el recato. Mi zazen, el instante compartido. Mi práctica: vivir con atención amorosa, hacer el amor con el alma entera y no traicionarnos con cuentos.
Porque no puede haber nada más judío que mi zen. Y no hay zen más verdadero que este amor encarnado que no busca elevarse a cielos alucinados, sino quedarse en el polvo del camino. Aquí, en este cuerpo, está todo.
No creo en el kenshō, esa experiencia trivial de disolución del yo que todos conocemos espontáneamente y que el zen ha revestido de una importancia inmerecida; tampoco creo en el satori, palabra grandilocuente para designar una realidad imaginaria. No son más que espejismos generados por la sed de trascendencia: promesas de algo más que este instante, tan falsas como innecesarias. El presente —cuando se vive con atención amorosa— no necesita vislumbres ni revelaciones. Morar en este instante, sentir la piel del otro, cuidar, respirar, compartir una cerveza o un silencio: eso basta.
Nada que alcanzar. Nada que perseguir. El instante vivido con honestidad vale más que cualquier relámpago místico.
¡Paz!
Última revisión: 31 de marzo de 2025