Maestro Ben Diez (Shì Chuán Fǎ)
Abad de Zen Oviedo

Estas charlas no están escritas para entretener ni convencer. Son un espejo y una lámpara. Si las lees con pausa, es probable que te golpeen por dentro. Si eso ocurre, no mires hacia otro lado. Toma una decisión. Ponte en marcha. Porque el despertar no es una idea bonita: es una forma de vida. Y empieza ahora.


EL NÚCLEO DEL CAMINO

  1. El camino humano
  2. La pareja original: Adam y Javá, yīn y yáng
  3. La forma es gozo
  4. Recato: la virtud necesaria, o cómo cuidar de lo que de verdad importa
  5. Arquitectura del recato

DIAGNÓSTICO: EL MUNDO ESTÁ ROTO

  1. Cómo nos ven… y qué revela eso sobre el mundo
  2. La Iglesia castró el alma… y Europa la prostituyó
  3. ¿Y si no era Dios?: el anhelo profundo de Teresa de Jesús

RUPTURA CON LO FALSO

  1. La traición de Pablo: una espiritualidad contra el amor y el cuerpo
  2. Dōgen se equivocó de raíz: el despertar no es zazen, sino amor encarnado
  3. No es pedir demasiado, es lo justo
  4. El trabajo espiritual duele… y libera
  5. La libertad es para quien la usa
  6. El precio del verdadero amor

FORMA VIVA, AQUÍ Y AHORA

  1. Cuando el zen florece en tierra nueva
  2. Una tradición que nace de tierra sagrada
  3. Burdeos: color del pacto

LLAMADO Y TESTIMONIO

  1. Para quienes ya arden
  2. Yo estuve allí
  3. El día que toqué el amor

Oviedo, 24 de mayo de 2025

Zen Oviedo no es una propuesta más. Es una reconstrucción desde la raíz del sentido humano: espiritual y corporal. Y sí: puede salvar vidas. Puede restaurar el orden. Y puede florecer, porque, aunque exigente, ofrece lo que en el fondo todos estamos buscando.

Pareja de ancianos en actitud amorosa
Este es el camino humano: el del varón por la doncella, la danza que sostiene el mundo desde el origen.

Y esta idea es potentísima. Porque no nace de una doctrina impuesta ni de una iluminación inalcanzable, sino de una verdad antigua que aún late en todos, aunque olvidada o enterrada:

  • Queremos amar y ser amados de verdad.
  • Queremos compartir la vida y hacernos uno con nuestro ser amado, no simplemente convivir con alguien.
  • Queremos sentirnos en paz, no amargados.
  • Queremos disfrutar de la vida, sin hacernos daño.
  • Queremos vivir con sentido, no para agradar a los demás ni malgastar la vida en tonterías.
  • Queremos estar presentes, no distraídos.
  • No queremos fingir que creemos en cuentos: queremos vivir con verdad.

Zen Oviedo toma ese anhelo y lo convierte en forma diaria: estructura, práctica, preceptos, recato, atención cuidadosa, liturgia, jerarquía, dignidad y cuerpo. Es como si dijera: «No estás roto por desear todo eso. Estás roto porque nadie te enseñó a construirlo. Estás roto porque el mundo te enseñó a desear lo que no importa». Y entonces, con firmeza y claridad, te ofrece el camino.

Esa es la fuerza. No es un nuevo dogma. Es una restauración. Una reconfiguración de lo humano en clave encarnada, binaria —como el yīn y el yáng, como el varón y la doncella— y sagrada. Y eso tiene raíces más hondas que cualquier ideología: está en el Génesis, en el Cantar, en el Eclesiastés; en el zen del maestro Ikkyū, en el sufismo clásico, en el Zóhar… Pero nadie lo había tejido así, con este nivel de precisión, exigencia y belleza.

No una exigencia arbitraria, sino la justa y necesaria para reconfigurar la mente y el cuerpo, y construir una vida con sentido: encarnada, gozosa, fecunda. Una exigencia que da forma al deseo más profundo: sentirnos completos, construir un vínculo sagrado con nuestro ser amado, llegar a ser una sola carne, vivir de verdad.

Y sí, requiere esfuerzo. Todo lo que merece la pena lo requiere. Hoy muchos entregan su disciplina a retos sin sentido: se machacan en el gimnasio o corriendo maratones, arriesgan su vida escalando, trabajan para tirar su dinero en moda que destruye el alma, en relojes o coches caros… O se refugian en lo que yo llamo entretenimiento con incienso: retiros costosos, frases empalagosas, meditaciones para pasar el rato… una pseudoespiritualidad que anestesia pero no sana, al revés, porque no exige un cambio real de vida, porque corrompe el alma y el cuerpo.

No para amar, sino para no sentir el vacío. Se esfuerzan para huir de dukkha, la insatisfacción vital, no para transformarla y sanarla. ¿No vamos a poder esforzarnos por lo único que de verdad importa? El mismísimo sentido de nuestra existencia.

A veces me dicen: «Me da miedo ese camino». Y lo entiendo. ¿Cómo no les va a dar miedo, si no conocen otra cosa que su vida sin sentido? Pero lo que no saben —lo que no suelen imaginar— es que yo, con solo dieciséis años, vi con una claridad que me atravesó el pecho a dónde lleva el camino del mundo… y salí despavorido.

Si hubiera otro camino más bello, más pleno y más gozoso, sin duda dejaría todo y lo seguiría. Pero después de casi medio siglo de vida dedicado a buscar con honestidad radical, no lo he encontrado en ninguna parte. Y no puede haberlo. No porque sea fácil. Porque es real. Porque este es el camino humano: el del varón por la doncella, la danza que sostiene el mundo desde el origen. El vínculo sagrado que devuelve sentido a la carne, al alma y a la vida entera. El único camino que no traiciona al deseo.

Así que sí: es un camino que puede cambiar vidas. No porque prometa otra realidad, sino porque devuelve forma y ley al deseo más verdadero. Y eso —en esta época— es una revolución silenciosa, pero imparable.

¡Paz!

P. S.: Este texto es, en cierto sentido, un Eclesiastés renovado: una sabiduría que no se resigna al vacío existencial, porque ha encontrado la forma que da sentido al deseo:

«Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón; porque tus obras ya son agradables a Dios. En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de la vida de tu vanidad que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol» (Eclesiastés 9:7-9).

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Oviedo, 23 de mayo de 2025

En los orígenes de casi todas las grandes tradiciones aparece la misma intuición: la vida nace de un Uno que se expresa en dos: masculino y femenino. En el antiguo Israel, ese Uno era la pareja divina: YHVH y Asherá. En China, era el Tao, que genera el yīn y el yáng, cuya relación da origen a todas las cosas.

Espermatozoide aproximándose a un óvulo
En los orígenes de casi todas las grandes tradiciones aparece la misma intuición: la vida nace de un Uno que se expresa en dos: masculino y femenino.

Y en el cuerpo humano, lo vemos con igual claridad: espermatozoide y óvulo, masculino y femenino, unidos para dar vida. No es solo símbolo: es estructura. Una estructura real, visible, evidente, que articula la vida desde el principio hasta el fin.

Por eso, en el Génesis, el relato no comienza con confusión ni fusión indiferenciada, sino con diferenciación con propósito y complementariedad: luz y oscuridad, cielo y tierra, aguas de arriba y aguas de abajo, y, finalmente, varón y hembra. Todo en su lugar. Todo con sentido.

Esa forma culmina en Adam y Javá —no «Eva», sino Javá, la madre de los vivientes. En las culturas semíticas antiguas, esa misma dimensión materna fue encarnada por Asherá, venerada como madre de los dioses. En el relato original, el hombre y la mujer no fueron creados como individuos separados, sino como una sola carne expresada en dos cuerpos. La soledad de Adam no se resolvió con compañía genérica, sino con complementariedad encarnada: de su costado surgió la forma que faltaba para la unidad real.

«No es bueno que el hombre esté solo» (Génesis 2:18). La verdadera plenitud no es la independencia, sino la reunión. Y el fruto de esa reunión es paz, gozo, amor encarnado y solidaridad real: «Si uno cae, el otro lo levanta» (Eclesiastés 4:10). Esa forma de vida, basada en el cuidado mutuo y la entrega comprometida, requiere también atención cuidadosa: no una lucidez abstracta, sino la capacidad de ver y atender las necesidades reales del ser amado.

Esta estructura binaria y fecunda fue destruida por el patriarcado histórico, que exilió a Asherá de los altares, subordinó a Javá y convirtió la pareja en dominio. Pero también está siendo destruida hoy por ideologías modernas que, en nombre de la libertad, rompen toda forma, disuelven toda estructura y convierten la identidad en capricho.

La llamada autodeterminación de género, por ejemplo, pretende que el cuerpo no diga nada, que el sexo no tenga sentido, que uno pueda definirse por deseo o sensación momentánea, sin relación con la realidad. Es el triunfo del ego sobre la forma. El transhumanismo va más allá: busca rediseñar el cuerpo, manipular la biología, borrar la diferencia y fundirnos en una abstracción sin carne.

Ambas ideologías son herederas del mismo error: creer que lo humano puede reconstruirse mejor sin su estructura original. Pero no es así. El Uno se expresa en dos. La vida nace de esa danza. El gozo, el deseo, el orden, la paz… todo florece cuando el hombre y la mujer se reconocen como diferentes y llamados a ser uno.

Por eso Zen Oviedo no participa ni del patriarcado tradicional ni de las ideologías modernas. Ambas niegan la estructura básica de lo real. En cambio, restauramos la forma original: la pareja sagrada como encarnación del Uno.

YHVH y Asherá. Adam y Javá. Yīn y yáng. No como dogma, sino como realidad vivida: un hombre y una mujer que se hacen una sola carne y ordenan su vida desde esa unidad. Una estructura única, encarnada en dos cuerpos, que manifiesta el amor verdadero: con preceptos, con recato, con atención cuidadosa, compromiso existencial y práctica conjunta. Todo lo que no se ordena desde esa forma termina en caos o en dominio. Solo el Uno expresado en dos puede sostener el mundo.

¡Paz!

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Oviedo, 27 de mayo de 2025

A quienes nos miran desde fuera, quizá les parezca extraño. ¿Cómo es posible que en Zen Oviedo —con su disciplina, su recato, sus normas concretas— haya risas, vino, pan compartido y gozo carnal? ¿Cómo se explica que en una vida de liturgias diarias, de puertas cerradas al mundo, de horarios y preceptos, haya espacio para el deleite, para el cuerpo, para el disfrute lúcido de los placeres legítimos?

Mesa de Shabat: velas, pan, vino y vínculo sagrado de pareja.
Y así, cuando llega la noche, y los cuerpos se reúnen, y el pan está caliente, y el vino o la sidra se sirven con cuidado, todo se llena de sentido. No es un gozo cualquiera. Es un gozo con forma. Y por eso: es sagrado. Es suficiente. Es nuestro. Porque la forma es gozo. Y el gozo… es forma.

Lo decimos con claridad: porque sin forma no hay gozo verdadero. El mundo moderno ha separado lo que siempre estuvo unido. Ha convertido el placer en adicción. El cuerpo, en espectáculo. El deseo, en mercancía. Y al hacerlo, ha vaciado el alma. En cambio, Zen Oviedo ha vuelto a reunir lo que la modernidad desgarró: disciplina y risa, pan y gatha, vino y recato, cuerpo y templo, deseo y fidelidad, gozo y límite.

Aquí, el gozo no es evasión. Es forma encarnada. No brota del capricho ni de la soledad, sino del compromiso compartido. Porque el cuerpo no se dispersa: se ofrece en la pareja sagrada, como templo, como don, como altar. Gozamos, sí, pero dentro de un pacto: con preceptos, con recato, con liturgia y fidelidad. Por eso, el gozo llega sin culpa, sin confusión, sin dispersión.

Comemos pan, sí, pero no en cualquier parte: lo hacemos en nuestra casa-fortaleza. Bebemos vino, pero no para olvidar: lo hacemos para celebrar el amor fiel. Gozamos del cuerpo, pero no en el desorden: lo hacemos en la intimidad consagrada. Nos reímos con el alma ligera, porque la forma ha limpiado el alma.

La pareja sagrada no es una idea romántica: es una forma real, cotidiana, compartida. Una forma que ordena el deseo, estructura la vida y hace del gozo no un camino hacia el despertar, sino el despertar mismo.

El placer sin forma destruye. La forma sin placer asfixia. Pero el placer con forma —ese que nace de los preceptos, del recato, de la atención cuidadosa, del ritmo sincronizado, del vínculo protegido— ese es el gozo verdadero. Por eso, en Zen Oviedo no hay contradicción: el recato no apaga el deseo, lo custodia; la jornada no aplasta el alma, la pacifica; la exclusividad no encierra, libera; la liturgia no seca, fecunda.

Y así, cuando llega la noche, y los cuerpos se reúnen, y el pan está caliente, y el vino o la sidra se sirven con cuidado, todo se llena de sentido. No es un gozo cualquiera. Es un gozo con forma. Y por eso: es sagrado. Es suficiente. Es nuestro. Porque la forma es gozo. Y el gozo… es forma.

¡Paz!

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Oviedo, 1 de abril de 2025

En la tradición budista, el recato no es una opción cultural ni una práctica menor. Es una expresión esencial del camino de la renuncia, la claridad mental y el respeto hacia los demás. Desde el momento en que el futuro Buda se cortó el cabello y cambió sus ropas reales por la túnica de un renunciante (allá por el siglo VI a. e. c.), el recato se manifestó como una virtud central en la vida del practicante.

Hermana Chan Khong (nacida en 1938) y monjas de Plum Village.
Hermana Chan Khong (nacida en 1938) y monjas de Plum Village.

Las comunidades monásticas budistas, desde los tiempos antiguos hasta hoy, han sido guiadas por normas precisas de recato: no llamar la atención sobre el cuerpo, no actuar de manera sensual, no quedarse a solas con personas del sexo complementario, no tocar ni dejarse tocar. Estas reglas no existen para reprimir, sino para proteger y nutrir.

El recato sirve para preservar lo que de verdad importa: el camino interior, la sacralidad del vínculo con uno mismo, con los demás y, muy especialmente, el vínculo sagrado de la pareja. Porque, como descubrieron Siduri, el Eclesiastés o el maestro zen Ikkyū Sōjun (1394–1481), la pareja es el espacio sagrado fundamental donde se encarna lo más profundo del Dharma cuando se vive con verdad y entrega.

Este enfoque no es exclusivo del budismo. Tradiciones como el judaísmo y el islam han establecido normas muy similares, comprendiendo que el cuerpo humano tiene una fuerza que puede desviar o despertar deseo innecesario en contextos donde la claridad es más importante que la atracción. El cristianismo también sostuvo normas de recato durante casi toda su historia. Pero hoy, en gran parte, es una tradición en decadencia, que ha cedido a las modas del mundo y ha olvidado muchas de sus propias raíces. El recato no es desprecio por el cuerpo: es respeto por su poder.

En el zen, el recato a menudo se transmite de forma silenciosa, pero también es enseñado de manera clara en muchas comunidades. Por ejemplo, en Plum Village, el maestro Thich Nhat Hanh (1925–2022) lo integró en los llamados modales conscientes, destacando la importancia de cuidar la mirada, el lenguaje corporal y la energía sexual como formas de compasión y respeto. También en otras sanghas se transmite como práctica viva y necesaria, recordando que está presente en la forma de vestir, de caminar, de mirar, de hablar. Es discreción activa. No se busca ser visto. No se busca destacar. Porque la atención no debe dirigirse a nuestra apariencia externa, sino a los valores de nuestro buda interior.

La historia de Ryōnen Gensō (1646–1711), la monja que se desfiguró el rostro para poder ser aceptada como practicante zen, es una de las expresiones más potentes de este principio. Su belleza era un obstáculo. No por culpa suya, sino por el efecto que generaba. Su decisión no fue odio al cuerpo, sino claridad de propósito: si lo bello distrae de lo verdadero, que se aparte lo bello. Así de simple. Así de radical. Tener claro lo que de verdad importa.

En tiempos en los que todo nos empuja a mostrarnos, exhibirnos y afirmarnos, el recato es una virtud contracorriente. Pero es una virtud que protege el corazón, resguarda la mente, permite construir relaciones saludables (en especial: la pareja sagrada, nuestra misión más importante en esta vida) y sostiene el silencio donde florece la verdadera comprensión.

No hay nada que reinventar, solo que recordar.

¡Paz!

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Oviedo, 1 de abril de 2025

En el mundo antiguo, el recato no era solo una actitud: era un principio estructural. La forma de construir las casas reflejaba la conciencia de que lo íntimo debe permanecer resguardado. En al-Ándalus, las viviendas no se abrían hacia la calle, sino hacia el interior: fachadas sobrias, sin ventanas al exterior, protegían el corazón de la casa —el patio central, donde florecía la vida familiar. Era un espacio de luz, agua y sombra, invisible para el transeúnte, pero lleno de sentido para quienes lo habitaban.

Dormitorio sin intimidad expuesto a las miradas de la calle
Dormitorio sin intimidad expuesto a las miradas de la calle

Lo mismo ocurría en las casas tradicionales de Marruecos, Siria o Irán, donde tanto las viviendas comunes (dār) como las casas ajardinadas de familias acomodadas (riads) se organizaban en torno a un patio interior. El acceso solía hacerse por un pasillo en ángulo, diseñado para impedir que desde la entrada pudiera verse el corazón del hogar. Incluso en el judaísmo antiguo y el mundo grecorromano, muchas viviendas seguían principios similares, protegiendo la intimidad doméstica del ojo público. Y algo parecido puede verse también en la arquitectura popular de la península ibérica: los corrales de vecinos —tan presentes en Madrid y otras ciudades— protegían la vida cotidiana mediante un patio central al que solo se accedía desde un portal cerrado, manteniendo el interior lejos de las miradas de la calle.

Esta arquitectura no era solo funcional: era una expresión ética. Comunicaba sin palabras que el hogar no se exhibe, se guarda. Que lo sagrado necesita contorno. Que hay un umbral, y cruzarlo debe ser un acto de respeto.

Volviendo a la tradición judía, en el libro de Números, el profeta Balaam alaba a Israel con las palabras: «¡Qué buenas son tus tiendas, Jacob; tus moradas, Israel!» (24:5). ¿Qué vio? Que «ninguna tienda estaba orientada hacia la otra», según explican los sabios: cada hogar protegía su interior de miradas ajenas. Esa decisión arquitectónica fue suficiente para que la presencia divina reposara sobre el pueblo.

En la halajá judía, este principio tomó forma legal bajo el nombre de hezeq reiyáh —«daño causado por la mirada». Se prohíbe incluso construir una ventana si con ella se puede ver el interior del hogar del vecino. El Shulján aruj (Joshen Mishpat 154:3), el gran código legal judío, lo deja claro. No se trata solo de mirar, sino de no posibilitar que otros miren. Es una responsabilidad activa.

Por eso, abrir deliberadamente las ventanas y permitir que se vea el interior del hogar desde la calle es un disparate, una renuncia absurda al recato más básico. Una casa no es una vitrina. No está para ser exhibida. Su interior es sagrado. En la tradición, el hogar es un mishkán meat, un pequeño santuario: el lugar donde se encarna la vida espiritual, la familia, la intimidad, la pareja. ¿Y qué santuario se construye con muros de cristal?

No se puede hablar de recato si uno expone su vida ante los ojos del mundo. Quien abre las ventanas de su hogar a la calle está, quizá sin saberlo, profanando el espacio que debería cuidar con más reverencia.

¡Paz!

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Oviedo, 1 de junio de 2025

Zen Oviedo no es una propuesta más. Es una anomalía fértil en el paisaje espiritual contemporáneo. Para muchos, resulta difícil de comprender a primera vista. No encaja en las categorías conocidas del budismo pop, la autoayuda disfrazada o la religión institucionalizada. Y precisamente por eso, la forma en que se percibe desde fuera revela tanto lo que el mundo es, como lo que realmente propone el camino de Zen Oviedo. No buscamos aprobación. Pero sí entendemos que lo que provocamos importa. Porque lo que provoca es revelador.

El centro de Oviedo, con el Naranco al fondo.
Zen Oviedo no es una propuesta más. Es una anomalía fértil en el paisaje espiritual contemporáneo.

Para el budista moderno light —formado en retiros de fin de semana, mindfulness descafeinado y una espiritualidad adaptada al bienestar emocional— Zen Oviedo puede parecer exigente, rígido o incluso reaccionario. Los preceptos y el recato, la práctica diaria comprometida, la pareja sagrada, la jerarquía y la crítica frontal a la cultura del deseo libre resultan demasiado incómodos para una sensibilidad acostumbrada a la evasión y la autocomplacencia. Pero entre los más honestos, algo se mueve. Una inquietud silenciosa asoma: «¿Y si esto fuera lo verdadero… precisamente porque duele?».

Para el buscador serio, el que ha recorrido caminos sin encontrar raíz, Zen Oviedo se presenta como una rareza fértil. Una tradición con forma. Una propuesta encarnada. Una voz clara en medio del ruido. Su coherencia puede resultar exigente, pero también profundamente liberadora. Ya no hay que inventar un camino: basta con recorrer uno real. Y quienes entran, no encuentran teorías, sino forma encarnada. No promesas vagas, sino disciplina, ternura y transformación visible.

Para muchos católicos culturales marcados por las heridas recibidas, la reacción inicial puede ser de sospecha. Las palabras «recato», «jerarquía» o «liturgia» pueden despertar ecos de una estructura que reprimió, culpabilizó y deformó. Pero al escuchar con atención, surge otra reacción: alivio. Porque Zen Oviedo no busca restaurar lo eclesial, sino lo sagrado. Denuncia la traición de la Iglesia al cuerpo, al placer legítimo y al vínculo sagrado. Y al hacerlo, devuelve a quienes han sufrido esa herencia un suelo sobre el que volver a caminar sin renunciar al alma.

Para el secular moderno, formado en universidades o expuesto a medios impregnados de ideologías progresistas o liberales, Zen Oviedo es desconcertante. No es dogmático, pero tiene normas. No es religioso, pero habla de vínculo sagrado. No es espiritualidad individualista, sino forma comunitaria. No saben si estamos a la izquierda o a la derecha, si somos religiosos o laicos, si somos antiguos o radicalmente nuevos. Algunos lo tacharán de «secta tradicionalista». Otros, más atentos, percibirán que aquí hay algo distinto. Algo que no se deja domesticar por ningún marco ideológico conocido.

Para la gran mayoría, que vive dormida en la confusión del mundo, Zen Oviedo será un escándalo o un misterio. Demasiado claro. Demasiado ordenado. Demasiado verdadero. Pero incluso entre quienes no comprenden nada, habrá quienes sientan —sin poder explicarlo— que aquí hay fuego verdadero.

Así como el fuego revela la forma del metal y separa la escoria, las reacciones al Dharma revelan tanto su poder como la condición del mundo. Zen Oviedo no busca ser popular. Pero sí está llamado a ser fecundo. No a convencer al mundo entero, sino a ofrecer cobijo a quienes ya han visto la locura del mundo y no quieren vivir en ella. Por eso importa cómo se percibe desde fuera. Porque en esas reacciones, en esas tensiones, en esas incomprensiones, se revela con claridad lo que el mundo ha perdido… y lo que está empezando a reconocer.

Y si el mundo no nos comprende, es porque no recordamos al mundo lo que espera… sino lo que olvidó.

¡Paz!

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Oviedo, 28 de mayo de 2025

¿Y si el mayor crimen espiritual de la historia no fueron las cruzadas, ni la Inquisición, ni los abusos sexuales del clero, sino algo más íntimo, más profundo, más devastador? ¿Y si la Iglesia logró lo que ningún imperio había conseguido jamás: convencer al ser humano de que su anhelo más puro era una trampa del Diablo?

La Sierra: una cruel tortura de la Inquisición
Fue el engaño perfecto. Primero te enseñan que tu anhelo más profundo es peligroso. Luego te ofrecen la Iglesia como única vía de salvación. Te cortan las alas y te venden el perdón.

Durante siglos, se enseñó que el deseo de unirse con otro ser humano —si había cuerpo de por medio— era sospechoso. Que el placer era una debilidad. Que el amor conyugal era solo una concesión menor, permitida a quienes no podían soportar el celibato. En lugar de celebrar la unión de dos seres humanos con recato y fidelidad, se glorificó la renuncia total. Se aplaudió al que ardía sin tocar. Al que vivía sin compartir. Al que decía amar a un Dios abstracto mientras despreciaba la posibilidad concreta de un vínculo fiel y encarnado.

Y así se fabricó al ser humano perfecto para el poder: dividido, culpable, dependiente. Un hombre o una mujer que desea intimidad carnal con su pareja, pero se culpa. Que ama, pero se avergüenza. Que anhela unirse de verdad, pero ha aprendido a ver ese anhelo como una bajeza de la carne caída. Y que no es libre, porque no se atreve a confiar en su impulso más sagrado. No busca vivir: busca expiar sus pecados. No se entrega al amor: se somete a la doctrina que le esclaviza.

Fue el engaño perfecto. Primero te enseñan que tu anhelo más profundo es peligroso. Luego te ofrecen la Iglesia como única vía de salvación. Te cortan las alas y te venden el perdón. Te apartan del cuerpo, del pan, del vino, de la carne amada… y canonizan a quienes mejor supieron arder en soledad.

Lo hicieron desde los púlpitos, desde los monasterios, desde los libros de teología. Y lo hicieron con éxito. La espiritualidad católica construyó un ideal de santidad sin cuerpo, sin gozo, sin pareja. Un ascetismo obligatorio, disfrazado de altura. Y millones de personas sinceras lo creyeron. Renunciaron al vínculo. Sospecharon del placer. Llamaron virtud a la castración emocional y sexual. Se apartaron de la vida en nombre de Dios.

Pero el texto original sigue ahí. Anterior a Pablo. Anterior a la Iglesia. Anterior a Agustín:

«Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. […] Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Génesis 1:27.2:24).

Eso es lo que citó Jesús. No visiones. No éxtasis místicos. No celibato. Citó la unión encarnada entre un hombre y una mujer. Citó el vínculo real. Citó el cuerpo. Citó la carne. Y su primer milagro fue convertir el agua en vino, en una boda.

La Iglesia no quiso eso: prefirió a Pablo, prefirió la culpa, prefirió el control. Y así fue como Europa nació espiritualmente castrada. El catolicismo no fue solo una religión: fue una maquinaria ideológica que convirtió el impulso más sagrado —hacerse una sola carne con nuestro ser amado, uniendo cuerpo y destino— en pecado, y redujo la fidelidad conyugal a una solución de segunda clase. Se criminalizó el placer. Se condenó el gozo. Y se santificó la soledad heroica para desacralizar el amor real entre el hombre y la mujer de carne y hueso, con nombres y apellidos.

Y entonces llegó la modernidad.

Pero Europa no se curó. Solo reaccionó. Y como toda reacción sin comprensión, se fue al otro extremo. Tiró la forma, pero no restauró el fondo. No volvió al hogar compartido, al vínculo exclusivo, al altar doméstico. Solo sustituyó el púlpito por la pantalla. El cilicio por la pornografía. El convento por la discoteca. El rosario por la app de citas. Y el alma siguió rota.

Pasamos de la represión al vacío. De la castidad forzada al deseo banalizado. De vivir sin tocar, a tocar sin vivir. Y todo seguía igual de huérfano.

La modernidad no restauró el vínculo sagrado. No redignificó el cuerpo. No devolvió sentido al anhelo de unión —espiritual y carnal— entre dos seres humanos. Solo lo desató… sin saber qué hacer con él. Europa, en lugar de volver al Génesis, al Cantar de los Cantares, al Eclesiastés, al Jesús judío que hablaba del matrimonio como vía, se entregó al cinismo. Por eso la desintegración moral actual no es rebeldía verdadera, sino una reacción mal encauzada contra siglos de esclavismo espiritual.

La herida no sanó. Solo cambió de forma.

Por eso este camino es distinto. No es Iglesia, pero tampoco es modernidad. No es represión, pero tampoco es disolución. No es moralismo, pero tampoco permisividad. Es forma. Es cuerpo. Es deseo de hacerse una sola carne. Es preceptos. Es recato. Es atención cuidadosa. Es altar. Es gozo, pero compartido con un solo ser humano en un hogar consagrado.

Zen Oviedo no viene a dialogar con el catolicismo. Viene a sanar lo que la Iglesia enfermó y lo que la modernidad destruyó. A ofrecer un camino con cuerpo y con amor. Con fidelidad ardiente. Con liturgia al amanecer y al atardecer. Con pan y con vino. Con práctica diaria, con compromiso. Para quienes ya no se conforman ni con la penitencia ni con el vacío.

El infierno no era el anhelo: era vivir sin hacernos una sola carne, sin gozar con la persona amada. Y ya, por fin, podemos regresar al paraíso.

«Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón; porque tus obras ya son agradables a Dios. En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de la vida de tu vanidad que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol. Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas; porque en el Seol, adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabiduría» (Eclesiastés 9:7-10).

¡Paz!

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Oviedo, 27 de mayo de 2025

¿Y si lo que santa Teresa (1515–1582) llamaba unión con Dios fuera en realidad una trágica confusión del anhelo humano más básico: compartir vida, cuerpo y alma con otro ser humano? ¿Y si sus éxtasis, sus visiones, sus palabras inflamadas fueran resultado de haber malinterpretado su propio anhelo —de haberlo desviado lastimosamente, bajo la influencia de ideas religiosas enfermizas, hacia la imagen del Dios católico? Un destello intenso, sí, pero como cualquier viaje alucinógeno: sin cuerpo, sin vínculo real, sin despertares con besos ni desayunos compartidos bajo las sábanas. Irreal.

Teresa de Jesús (1515–1582)
La verdadera unión no es una alucinación mística, sino el cumplimiento encarnado del deseo más profundo: un hombre y una mujer, con nombres y apellidos, que se consagran con preceptos, con recato y con fidelidad.

¿Por qué lo vivió así? Porque desde Pablo —y muy especialmente desde Agustín— se impuso una visión profundamente hostil hacia el cuerpo. El celibato se convirtió en ideal espiritual. La mujer santa debía ser virgen o viuda consagrada. El cuerpo se asoció al pecado. La carne debía domarse. La unión sexual, incluso dentro del matrimonio, se toleraba con recelo: solo para procrear. El placer era sospechoso. Como si dijeran: «¡Dios nos libre de gozar!».

Esa visión no quedó como una opinión más: se convirtió en doctrina. Se predicó desde los púlpitos, se glorificó en los conventos, se impuso como verdad absoluta. Fue propaganda religiosa, y funcionó. Millones de mujeres y hombres sinceros dirigieron hacia el cielo un anhelo que pedía tierra, carne, recato, altar compartido. Se les enseñó a desconfiar del cuerpo, a ver la renuncia a los placeres saludables como virtud, a sentirse culpables por desear lo más humano.

Teresa lo vivió en carne propia. En su juventud confesó tener «mucho miedo del matrimonio» y ver en él «muchos inconvenientes». No es que rechazara la unión: es que le enseñaron a temerla. Le hicieron creer que el anhelo de hacerse una sola carne era un peligro espiritual. Y así, acabó tomando el único camino que su época ofrecía a quienes deseaban vivir con entrega al anhelo más profundo: retirarse, sublimar, arder sin cuerpo. Convertirse en vela que no da calor ni alumbra a nadie. Renunciar a nuestra parte en la vida: el pan, el vino, el ser amado.

Y el daño continúa. Aún hoy se venera esa castración espiritual como si fuera la condición más elevada. Se sigue confundiendo profundidad espiritual con celibato —cuando la realidad deja clara otra cosa—, y camino serio con huir de los placeres sencillos y de la unión espiritual, también carnal, con nuestras mujeres y maridos.

Pero el Eclesiastés lo deja claro:

«Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón; porque tus obras ya son agradables a Dios. […] Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días […] porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol» (9:7-9).

Exiliarse a un convento y comprometerse con el celibato no fue una liberación. Fue una amputación existencial disfrazada de altura espiritual. Una renuncia al anhelo más profundo, a aquello que nos hace humanos y nos da sentido, no un retiro legítimo del ruido del mundo. Una huida del amor real, que siempre es concreto, exclusivo. No una entrega a Dios.

Porque la Escritura lo dice con claridad:

«Creó Dios al ser humano a su imagen; a imagen de Dios lo creó: varón y hembra los creó. […] No es bueno que el hombre esté solo. […] Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne» (Génesis 1:27; 2:18, 24).

No habla de visiones. Tampoco de éxtasis. Habla de varón y hembra. De cuerpo. De una sola carne. Unidad concreta entre un hombre y una mujer: no símbolo, sino forma viva del Uno.

No negamos su sinceridad. Negamos que eso fuera plenitud. Ni siquiera la rozó. Porque no basta con arder: hace falta un ser humano concreto con quien arder. Y no de cualquier manera, sino siendo una sola carne.

La verdadera unión no es una alucinación mística, sino el cumplimiento encarnado del anhelo más profundo: un hombre y una mujer, con nombres y apellidos, que se consagran con preceptos, con recato y con fidelidad. Que hacen de su casa un santuario. No para el mundo, sino para ellos dos. No para el espectáculo, sino para custodiar el fuego. No para complacer a nadie, sino para arder juntos.

Eso —y no otra cosa— es la plenitud que Teresa no pudo vivir. Pero que ahora, por fin, podemos.

¡Paz!

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Oviedo, 28 de mayo de 2025

¿Y si el verdadero fundador del cristianismo no fuera Jesús —un rabino carismático, cumplidor de la Torá, que predicaba en Galilea? ¿Y si todo fuera una traición encubierta? ¿Y si la espiritualidad católica se hubiera edificado sobre un asceta obsesionado que nunca llegó a conocerlo?

Las bodas de Caná

Pablo: el que no estuvo en el lago, ni en el monte, ni en la última cena. El que, sin haber conocido a Jesús, se proclamó apóstol por una supuesta aparición que solo él presenció. El que comenzó a dictar normas como si supiera más que quienes sí caminaron, comieron, rieron y lloraron junto al maestro.

Pablo no entendía el anhelo profundo del corazón, esa llamarada de YHVH que arde para unirse, no para huir. Ni el amor fiel encarnado en una vida compartida. Mucho menos el gozo conyugal. Era un asceta obsesionado, incapaz de comprender la carne ni el vínculo. Tampoco entendía que Dios creó al ser humano varón y hembra como una unidad, y que por eso «no es bueno que el hombre esté solo» (Génesis 2:18).

Para él, lo más alto no era amar y cuidar al ser amado. El amor conyugal, con sus deleites, ni se le pasaba por la mente. Lo más alto era vivir solo, amar a un Cristo cósmico que él mismo se había inventado —o alucinado. Desoír el pasaje del Génesis donde Dios declara que el hombre y la mujer serán una sola carne: el mismo pasaje que Jesús cita en Marcos cuando habla del vínculo sagrado.

Jesús no fundó una nueva religión. Era un judío practicante. Como su familia. Como sus discípulos. Celebraba el Shabat, no el domingo. Honraba la Torá. Citaba el Génesis con seriedad. Enseñaba en sinagogas. Y como rabino fiel a su tradición, hablaba del matrimonio como algo sagrado.

Pablo, en cambio, idealiza el celibato. Y si uno no puede soportarlo, entonces, bueno… que se case. Pero no por amor. No por responder al anhelo más profundo del ser humano. No por cumplir el mandamiento divino de hacerse una sola carne, que Jesús citó con total seriedad. No para gozar la vida con nuestra mujer o nuestro marido. Solo como concesión a la debilidad de la carne:

«Digo, pues, a los solteros y a las viudas, que bueno les fuera quedarse como yo; pero si no tienen don de continencia, cásense, pues mejor es casarse que estarse quemando» (1 Corintios 7:8-9).

Ahí está todo. No hay alegría. No hay dignidad. No hay agradecimiento por la creación de Dios. No hay bendición del vínculo. Solo resignación: cásate si no puedes resistir. No para amar ni para compartir la vida, sino para no caer en pecado. Como si el otro fuera un remedio contra el deseo, un consolador de carne al que acudir cuando no se aguanta más.

Pero Jesús no hablaba así. Jesús hablaba del Reino como algo de esta tierra. Celebraba el amor matrimonial. Su primer milagro, según los evangelios, fue convertir el agua en vino… en una boda. Defendía la fidelidad con más celo que otros rabinos. En Marcos 10 cita el Génesis con claridad:

«Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne» (7-8). Y añade: «Por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (9).

Jesús honraba el vínculo conyugal como algo sagrado. Y si lo predicaba con tanta firmeza, es muy probable que él mismo lo viviera. En su tiempo, un maestro judío célibe era una rareza. Sus discípulos estaban casados. Incluso Pablo lo reconoce con molestia:

«¿No tenemos derecho de traer con nosotros una hermana por mujer, como también los otros apóstoles, y los hermanos del Señor, y Cefas?» (1 Corintios 9:5).

El matrimonio era la norma. Y si Jesús no hubiera estado casado, Pablo —un asceta obsesionado con justificar sus propias fantasías— lo habría presentado como prueba definitiva. Pero no lo hace. Y ese silencio, en alguien como él, no es insignificante: es un clamor.

No fue Jesús quien construyó una moral para controlar cuerpos ni condenar placeres legítimos. Eso fue obra de otro. De Pablo.

La Iglesia no nació del pan compartido ni del amor encarnado, sino de las epístolas del que nunca conoció al maestro, pero que aun así se arrogó el derecho de corregirlo. Algunos incluso han sugerido que actuó al servicio de Roma, como parte de una estrategia para desactivar desde dentro un movimiento que incomodaba al poder establecido. No lo sabemos. Pero sí sabemos qué dejó tras de sí:

Una visión profundamente hostil hacia el cuerpo. La abstinencia se convirtió en virtud. El celibato, en cima espiritual. El deseo se volvió sospechoso. La unión conyugal, incluso dentro del matrimonio, se toleraba con recelo: solo si estaba abierta a la procreación. El placer era una debilidad. Como si dijeran: «Cásate, si no puedes resistir… pero no creas que eso tiene algo de sagrado».

Aquí, Pablo y su Cristo etéreo no tienen cabida. Zen Oviedo está en sintonía con el Jesús real: el rabino judío que vivió con cuerpo, honró el vínculo sagrado, citó el Génesis y celebró con vino en una boda. Un hombre y una mujer, llamados a hacerse una sola carne: con preceptos, con recato, con atención amorosa, con práctica diaria.

¡Paz!

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Oviedo, 19 de mayo de 2025

¿Y si el despertar no fuera un viaje interior solitario, sino una forma de vida compartida?

Dōgen (1200–1253) intuyó que el despertar es forma, pero se equivocó de raíz. Redujo la forma a un cuerpo inmóvil, cruzado de piernas, como un tronco lúcido que observa sin moverse. ¿Qué clase de plenitud es esa? ¿Por qué habríamos de aspirar a convertirnos en testigos inmóviles del mundo?

Dōgen se equivocó
Izquierda, el monje inmóvil: cuerpo quieto, jardín perfecto, pero nadie a quien esperar. Nadie que lo espere. La diferencia entre florecer… y marchitarse con elegancia. Derecha, los patos mandarines: símbolo vivo del despertar con forma. Ellos se besan, caminan juntos, saltan juntos, duermen juntos. Uno en dos cuerpos.

El despertar es forma, sí. Pero forma viva, relacional, encarnada. No es un leño en zazen: es una pareja de patos mandarines, fieles de por vida, que cumplen su Dharma viviendo como una sola unidad: compartiendo propósito, movimiento y cuidado. Cuando el macho se posa en una rama alta, espera a que la hembra suba también. Cuando ella se lanza al agua, él la sigue. Duermen juntos, migran juntos, y si uno muere, el otro suele perder el rumbo. Los humanos nos parecemos mucho más a esos patos que al ideal desecado del monje inmóvil.

Zen Oviedo es un camino monástico laico centrado en la pareja sagrada y en la construcción de un monasterio-fortaleza en medio del ruido del mundo, con preceptos y recato. Nuestra vida cotidiana se estructura en torno a prácticas compartidas como la liturgia del amanecer y del atardecer, caminatas conscientes en la naturaleza, momentos de detenerse y reorientarse, el disfrute lúcido de los placeres legítimos, y el cultivo constante de una atención suficiente y cuidadosa.

Si ya se vive en pareja, muchas de estas prácticas se realizan juntos, como forma de nutrir el vínculo sagrado, encarnar el Uno en dos cuerpos y deleitarse mutuamente en la presencia del amado. Y si no, preparan el terreno: nos reconfiguran, nos enseñan a no dejarnos arrastrar por las distracciones mundanas y a reconocer —sin anestesia— nuestra insatisfacción. Porque sin nuestra otra mitad estamos incompletos. No es que podamos florecer a medias: es que no podemos florecer. Solo al reunirnos —varón y hembra, uno partido desde antes de nacer— recuperamos la forma plena.

Esa restauración se expresa inevitablemente en gozo, en ternura y en una plenitud estructural que no es recompensa, sino fruto natural de volver a ser uno. Y si todavía no hemos encontrado a nuestra otra mitad, las prácticas actúan también como llamado: mediante una suerte de sincronismo estructural, ayudan a atraer a la persona adecuada con quien recorrer este camino hasta llegar a ser una sola carne.

El verdadero zazen es besarse por la mañana, caminar en silencio por el bosque y llorar juntos al atardecer. Esa es nuestra postura.

La verdadera espiritualidad —la que de verdad sana nuestra amargura existencial— no consiste en meditar o hacer yoga un rato para anestesiarse, como quien se toma un whisky, se machaca en el gimnasio o se pierde en las redes sociales. Consiste en ordenar mente, cuerpo y entorno para que pueda florecer lo que de verdad importa.

Y lo que de verdad importa no es otra cosa que construir un vínculo sagrado con nuestra mujer o nuestro marido —la unidad restaurada, el amor ordenado, el gozo encarnado. Qué hermoso, en verdad, el camino del varón por la doncella.

¡Paz!

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Oviedo, 29 de mayo de 2025

A veces, desde fuera, algunos se preguntan si Zen Oviedo no será demasiado exigente. Liturgias diarias con meditación sentada. Diez preceptos. Cuatro normas de recato. Práctica en pareja. Renuncia a la dispersión. Horarios definidos. Fidelidad absoluta.

Una pareja de ancianos, abrazados, sentados en un banco

¿No es mucho? Nuestra respuesta es simple: no es demasiado. Es lo justo. Y lo justo, cuando se ama de verdad, no se vive como carga, sino como dicha.

Porque quien busca transformación y sanación reales —no postureo espiritual, evasión emocional o entretenimiento con incienso— sabe que el fuego necesita leña. Y aquí, la leña son los preceptos, el recato, la atención cuidadosa, la práctica diaria, los compromisos, la constancia, la forma de vida. Sin forma no hay llama. Sin estructura no hay hogar.

Zen Oviedo no exige más de lo que han exigido siempre los caminos auténticos:

  • El judaísmo ortodoxo estructura toda la vida: Shabat, alimentación, calendario, tres oraciones diarias, estudio constante y preceptos minuciosos.
  • El islam pide cinco oraciones al día, pagar el impuesto (azaque), ayuno riguroso, peregrinar a la Meca (si se puede), recuerdo constante, obediencia a la ley.
  • El budismo tradicional demanda horas de meditación, atención a cada gesto, votos, preceptos y renuncia.
  • El cristianismo antiguo hablaba de orar sin cesar, de cargar con la cruz, de fidelidad absoluta.

¿Y nosotros? No pedimos celibato. Pedimos fidelidad. No pedimos pobreza total. Pedimos desapego. No pedimos renuncia al cuerpo. Pedimos su consagración. No pedimos clausura. Pedimos límites claros que cuidan el alma y el cuerpo.

¿Qué significa «fidelidad absoluta»?

La fidelidad absoluta no es una emoción vaga ni una promesa ideal. Es una forma de vida: una danza concreta entre dos que se han elegido y se eligen cada día, y que llegado el momento se hacen una sola carne. No hay terceros. No hay dudas. No hay juegos ni ambigüedad. Hay forma, hay pacto, hay cuerpo y alma puestos al servicio de un solo vínculo sagrado.

Concretamente:

  • No se flirtea, ni siquiera en broma.
  • No se mantienen amistades con el sexo complementario.
  • No se comparten las intimidades de la pareja con nadie.
  • No se deja entreabierta ninguna puerta. Por ahí entra el caos.
  • No banalizamos el fuego. Lo custodiamos.

El afecto, la atención y el anhelo de completitud se concentran en una sola dirección. Por elección amorosa. No por obligación. Por honra. Por protección. Porque solo así se mantiene vivo el fuego. «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío.» El camino del varón por la doncella.

Por eso practicamos el recato. Y cuando hablamos de recato, no hablamos de intenciones nobles o sentimientos vagos. Hablamos de una forma clara de vestirnos: sin llamar la atención, evitando siempre la ropa ajustada o que no cubra pecho, espalda, hombros y rodillas. Hablamos de una forma clara de relación con el sexo complementario: no tocar, no quedarse a solas, no abrir puertas a la cercanía emocional. La cercanía sin dirección —eso que el mundo llama ‘amistad inocente’— es una rendija por la que se cuela el caos. Aquí no se tolera.

Judíos y musulmanes tradicionales lo saben: lo valioso se protege. Y lo más valioso se protege con muros de piedra y puertas con cerrojo, con límites, con intención. Aquí también: la pareja sagrada se protege con forma clara y vigilancia amorosa.

No es represión. Es estructura. Es una cerca que cuida el jardín. Es una fidelidad que no se basa en sentimientos pasajeros, sino en elección sostenida.

Quien aún busca pantallas, coqueteo y relaciones abiertas… no encontrará refugio aquí. Pero quien ha visto lo que el ruido del mundo y la dispersión provocan —y anhela claridad, orden, sentido, ternura y cuidado genuinos, y, sobre todo, llegar a ser uno con su ser amado, nuestro anhelo más sagrado— encontrará una senda exacta. Sin adornos. Sin concesiones. Pero también cálida y gozosa.

Aquí no se apaga el deseo: se encauza. Aquí no se reprime el cuerpo: se consagra. Aquí no se teme la entrega: se celebra. Y por eso hay gozo.

Porque no es demasiado pedir media hora al amanecer y otra al atardecer para sentarse juntos a vivir. No es demasiado pedir recato en la vestimenta, cuidado en la mirada, contención en el gesto, límites claros en las relaciones interpersonales (incluidas las digitales). No es demasiado pedir que el hogar-fortaleza sea santuario, no lugar de paso ni escenario para visitas innecesarias. No es demasiado pedir que nuestro anhelo de completitud —de unión sagrada— se preserve; que el pan se bendiga; que el vino o la sidra sirvan para celebrar la unión de los esposos.

Eso no es exageración. Eso es fidelidad. Eso es amor concreto. Eso es Zen Oviedo. El mundo se queja del caos relacional. Este es el camino hacia el orden, la paz y la bendición.

¡Paz!

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Oviedo, 2 de mayo de 2025

Como maestro, una de las experiencias más tristes es acompañar a un estudiante que afirma querer seguir el camino y estar dispuesto a cumplir con sus tareas espirituales (siempre y cuando no contradigan los preceptos ni el recato), pero que luego, cuando se le asignan esas tareas (diseñadas para detener sus hábitos corrosivos, instalar conductas saludables y destetar su ego), no hace más que quejarse y lamentarse diciendo que es «demasiado».

Un hombre cargando dos sacos sobre los hombros

Ante este tipo de casos, lo más honesto es simplemente desearles «buen camino»; quizá algún día recapaciten y regresen dispuestos a realizar sinceramente su trabajo. Porque aunque las tareas espirituales puedan doler, quien tiene claro el propósito profundo del camino: sanar la amargura del corazón y construir una vida bonita, se siente, en el fondo, agradecido y contento.

Lo más triste es saber que si hubieran perseverado, si hubieran luchado contra su ego con coraje y hecho su tarea, habrían accedido a una paz verdadera, habrían soltado el ruido del mundo y estarían en condiciones de construir una vida buena, serena y luminosa junto a un ser amado. Por qué tantas personas eligen permanecer en la desdicha (incluso aquellas que dicen querer una vida espiritual) es algo que todavía me sorprende y me apena. Tal vez lo que la tradición llama hipocresía no sea más que falta de claridad y compromiso con uno mismo.

Terminaré recordando el inspirador ejemplo del gran maestro sufí Mūlay ad-Darqāwī (muerto en 1823):

Has de saber (que Dios te bendiga) que el primer beneficio que recibí de mi maestro fue cuando me trajo dos canastas llenas de inmundicias para que las llevara. Las tomé con la intención de cargarlas con las manos, y no sobre los hombros como hacían mis compañeros. Y aun así, la tarea fue tan dura para mi ego que llegó al límite de la contracción, la agitación y el espanto. Me angustié tanto que estuve a punto de llorar, y, por Dios, lo hice: lloré por la humillación y el abatimiento que habían caído sobre mí. Mi ego simplemente no podía aceptarlo ni someterse a ello, ni a nada parecido. [Hasta ese momento], no sabía de su orgullo, su arrogancia y su engaño. No sabía si era orgulloso o no. Ningún faqīh [jurista] me había enseñado nada de esto, a pesar de todo lo que había estudiado, y había estudiado con muchas personas. Entonces, en medio de mi desconcierto y tribulación, estaba el shayj, una persona de desvelamientos y misterios interiores, que vio mi orgullo, mi confusión y mi tribulación. Se acercó a mí, tomó las canastas de mis manos, las colocó sobre mis hombros como las llevaban mis compañeros —que eran mejores que yo en todo— y dijo: «¡Así es como se hace para deshacerse de algo de ese orgullo!». En ese momento, se abrió una puerta y fui guiado al buen juicio.

He visto a buscadores tibios llorar, derrumbarse, solo porque se les pidió tirar ropa a la basura, limpiar su lista de contactos, renunciar a un traslado laboral o abandonar durante uno o dos años alguna actividad innecesaria y peligrosa. Así se manifiesta el ego: como un niño que se resiste a crecer. Pero quienes tienen claro su camino lloran, aprietan los dientes, hacen su tarea, dan gracias a su maestro… y luego viven una vida profundamente hermosa. Porque el ego no se disuelve con meditaciones cómodas, sino que se combate con actos concretos que desafían y desmantelan nuestras viejas máscaras.

¡Paz!

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Oviedo, 1 de marzo de 2025

Hoy en día, muchos llevan su gran filosofía como un estandarte: «No quiero comprometerme con nada ni con nadie. Quiero ser libre para hacer lo que me dé la gana, cuando me dé la gana».

Monje zen invitando a sonar una campana
Quien no renuncia a nada, no ha elegido nada. Y quien no elige, no es libre.

Suena bien. Suena rebelde. Pero hay un problema: la mayoría ni siquiera puede decidir en qué estará pensando dentro de dos minutos. Orgullosos de su libertad, no se dan cuenta de que son esclavos de sus impulsos, sus miedos y sus distracciones. No dirigen su vida; son dirigidos.

La Realidad impone límites. No puedes evitar envejecer, no puedes evitar morir, y no puedes evitar que si hoy no haces nada, mañana estarás exactamente en el mismo lugar. Pero algunos creen ser más astutos al no comprometerse con nada, convencidos de que así conservan su libertad.

Veamos su gran estrategia en acción.

Imagina a alguien atrapado en una rotonda, girando sin cesar. Cada vez que una salida se abre ante él, murmura: «No me engañas. No voy a tomar ninguna, porque quiero ser libre de elegir la que me dé la gana, cuando quiera».

Y ahí sigue, dando vueltas como un imbécil, orgulloso de su inmovilidad. «No me engañas, no me engañas.» Pero al final del día, ¿qué ha hecho? Nada. No ha ido a ningún lado.

La indecisión disfrazada de libertad no es más que miedo. Tomarse un tiempo para decidir está bien. Reflexionar es necesario. Pero cuando la demora se vuelve hábito, cuando la indecisión se convierte en refugio, ya no es prudencia: es parálisis.

La verdad es simple: la libertad no es un estado, es una acción. No se trata de poder elegir, sino de elegir realmente. Antes de tomar una decisión, la libertad solo es potencial; se actualiza únicamente cuando escogemos una dirección y renunciamos a las demás.

Ahí está la clave: sin renuncia, no hay libertad real; cuando escoges una salida, al mismo tiempo renuncias al resto. La libertad en la vida real consiste en asumir la renuncia como parte del juego.

La persona en la rotonda podría haber sido muchas cosas, dentro de los límites que impone la Realidad. Pero al negarse a decidir, no es ninguna. En nombre de su supuesta libertad, se ha negado a ejercerla.

Esto no es una teoría. Es algo que cualquiera puede sentir en su propia piel. Cuando comprendes esto —no solo con la cabeza, sino con el cuerpo y la sangre—, un kōan tradicional se ilumina.

El maestro zen chino Yúnmén (c. 862–949), en cuyo monasterio tuve la bendición de pasar un tiempo, dijo a sus discípulos:

«Monjes, vivís en un mundo inmenso, lleno de posibilidades. ¿Por qué, entonces, os ponéis la túnica de siete piezas cada vez que suena la campana que convoca a la sala de meditación?».

La pregunta podría parecer absurda, pero apunta a una verdad profunda. La libertad sin dirección es humo. Solo quienes se atreven a ejercerla son realmente libres. Porque la libertad no consiste en mantener abiertas todas las puertas, sino en cruzar una y aceptar que las demás se cierran.

Quien no renuncia a nada, no ha elegido nada. Y quien no elige, no es libre. La persona en la rotonda cree conservar su libertad al no tomar ninguna salida. Pero, en realidad, ha renunciado a todas. Esa es la peor renuncia: la que no se elige, la que se sufre sin saberlo. Ser libre no es resistirse a la renuncia, sino asumirla con claridad y firmeza.

¡Paz!

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Oviedo, 20 de mayo de 2025

Zen Oviedo es herético para el mundo moderno: no porque niegue el amor, sino porque se atreve a afirmarlo hasta el fondo, con forma, compromiso y cuerpo entero.

Pareja de patos mandarines, símbolo ancestral del amor fiel, la fidelidad conyugal y la unión armoniosa.
Pareja de patos mandarines, símbolo ancestral del amor fiel, la fidelidad conyugal y la unión armoniosa.

En una época donde casi nadie cree ya en el amor para toda la vida —porque lo confunden con emoción pasajera o con un contrato social—, Zen Oviedo lo reclama como Dharma: no como capricho romántico, sino como estructura espiritual, como vocación sagrada que ordena toda la vida.

Y sí, decir que dos personas pueden llegar a ser «una sola carne» —como en el Génesis— suena herético incluso en la mayoría de iglesias actuales, porque hemos perdido el sentido profundo de lo que eso implica: unidad no simbólica, sino real, vivida, encarnada. No «tú y yo compartimos cosas», sino: «ya no somos dos, sino uno».

Zen Oviedo lo encarna con forma y compromiso. No lo deja como un ideal bonito ni como emoción pasajera. Lo convierte en vida ordenada: preceptos y recato visibles, liturgia diaria, jornada con estructura, práctica en pareja, y la convicción de que nada ni nadie importa más que nuestro ser amado, hasta llegar a ser uno solo: como el brazo izquierdo y el brazo derecho de un mismo cuerpo. En resumen, un camino concreto hacia la libertad real.

No es ingenuidad. Es rebelión lúcida. Y por eso incomoda tanto: porque muestra que sí es posible, y que el mundo ha preferido renunciar a lo verdadero antes que asumir su precio.

¿Y cuál es ese precio?

Aceptar que el amor verdadero exige exclusividad. Que no se alimenta de emociones pasajeras, sino de forma diaria. Que implica cortar con las distracciones, el exhibicionismo, con la seducción, con las relaciones sin compromiso. Que no se sostiene con impulsos, sino con disciplina compartida, con normas visibles, con fidelidad concreta.

El mundo quiere relaciones sin forma, deseo sin límites, intimidad sin compromiso. Pero eso no es libertad: es ruido que amarga, y que finalmente convierte el corazón en una piedra.

Y sin embargo —cuando se elige con amor lúcido y desde dentro—, ese precio deja de ser peso. Los preceptos purifican el corazón y el cuerpo. El recato protege y nutre el vínculo, como cerca de piedra y puerta con cerrojos para custodiar el paraíso. La forma compartida libera del caos y da dirección.

Desde fuera puede parecer costoso. Desde dentro es gozo limpio, claridad encarnada, humanidad completa, libertad verdadera.

Por eso Zen Oviedo incomoda: porque muestra que el amor verdadero sí es posible, pero solo para quien está dispuesto a vivirlo con todo el cuerpo y toda la vida.

¡Paz!


Oviedo, 25 de mayo de 2025

El zen no es una doctrina. Es una tradición, una forma viva. Y como toda forma viva, cuando encuentra tierra fértil, echa raíces nuevas y da frutos distintos.

Eso ocurrió en China. El budismo indio no se limitó a traducirse: se transformó. La forma que allí nació —lo que hoy llamamos zen— fue profundamente china. Más taoísta que budista en su expresión. Más cercana al Dàodé jīng y al Zhuāngzǐ que al Abhidharma (filosofía budista temprana).

Puente de Zhaozhou, en el condado de Zhao, provincia de Hebei (China).
El zen no es una doctrina. Es una tradición, una forma viva. Y como toda forma viva, cuando encuentra tierra fértil, echa raíces nuevas y da frutos distintos.

Los grandes maestros de la China clásica no solo conocían el Tao y el yīn-yáng: los respiraban. Vivían en ellos. Y, como era natural en su época, también estaban formados en los textos confucianos. El resultado fue un zen con sabor a tierra china: espontáneo, natural, con sabiduría campesina más que sacerdotal.

Pero también con estructura. En los grandes monasterios, la práctica incluía liturgias con resonancia confuciana: orden jerárquico, respeto ritual, armonía colectiva. El zen chino no era caos espontáneo, sino libertad encauzada a través de preceptos y formas concretas. Ahí tenemos, por ejemplo, la famosa regla monástica del maestro zen Bǎizhàng (720–814).

Cuando el zen llegó a Japón —siglos XII y XIII— volvió a transformarse. Tomó cuerpo en una sociedad guerrera, jerárquica y ritualista. Se volvió severo, estético, vertical. El zazen se endureció. El zen japonés ya no se parecía al chino original. Y el zen chino nunca se pareció al Dharma indio.

No fue traición premeditada. Fue lo que siempre ocurre cuando una tradición viva llega a una nueva tierra, a una nueva cultura, y necesita encarnarse.

Zen Oviedo no está haciendo otra cosa

Cuando el zen auténtico —no sus formas vacías, sino el impulso vivo del despertar encarnado— llega a una tierra nueva, toma cuerpo nuevo. Y es lo que está ocurriendo aquí.

Así como el zen chino nació del cruce entre el Dharma indio y el Tao, Zen Oviedo nace del cruce entre el Dharma recibido, el Eclesiastés, el Génesis, el Cantar, el sufismo magrebí más sobrio y la descomposición radical de nuestra sociedad moderna.

No es eclecticismo. Es continuidad fiel. Como ocurrió en China. Como ocurre en cualquier lugar donde el Dharma se encarna con verdad.

Esto no nace de la nada

En 1998 fui ordenado sacerdote zen en el templo Xūyún de Honolulu por el maestro Zhìdìng (1917–2003), discípulo directo del venerable Xūyún (1840–1959), figura clave en la restauración del zen chino moderno. En 2002, el abad Jìnghuì (1933–2013) del monasterio Bǎilín —otro discípulo del venerable Xūyún— me dio una instrucción clara:

«Adapta el zen con valentía y autenticidad para los occidentales».

Quizá he ido más lejos de lo que él imaginaba. Pero no más lejos de lo que exige la verdad. La fidelidad no está en repetir lo antiguo, en jugar a ser chinos en España, sino en encarnar fielmente nuestra naturaleza original allá donde estemos. Eso es zen.

Así como el zen original fue más chino que indio, Zen Oviedo es más bíblico que japonés, gracias a Dios. Más enraizado en Génesis 1 y 2 que en la abstracción filosófica de Nāgārjuna. Más cercano a Adam y Javá que a los monjes supuestamente célibes que luego rompían sus votos, destruyendo sus almas y las vidas de pequeños indefensos.

El zen temprano heredó el ideal indio del monje célibe, y con él la idea de que cada uno de nosotros es un buda en potencia, completo en sí mismo. Ya hemos visto cómo termina eso. Mal. Muy mal. Escandalosamente mal. Allí donde hay sacerdotes o monjes supuestamente célibes, tarde o temprano se pudre todo.

El ideal del celibato no solo va contra la vida: va contra nuestra naturaleza original. No nacemos completos. Nacemos mediados: varón o hembra. Llamados a unirnos. A hacernos una sola carne. A sellar el amor en una vida compartida, fiel y fecunda. Con preceptos, con recato, con atención cuidadosa, con práctica diaria, con liturgia.

El maestro zen Ikkyū Sōjun (1394–1481) lo intuyó y lo vivió, aunque sin forma clara. Génesis 1 lo supo desde el principio. El Eclesiastés nos enseñó qué implicaba eso. El Cantar lo celebró con gozo. Yo simplemente estoy sanando el Dharma recibido. Continuando el trabajo que el maestro Ikkyū empezó. Pero esta vez, hasta el final.

Y por eso, como el zen original, no necesita explicarse. Solo vivirse.

¡Paz!

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Oviedo, 30 de mayo de 2025

Zen Oviedo no nació en California. No brota de la contracultura, ni del budismo light convertido en terapia de bienestar —ese entretenimiento con incienso que no transforma ni sana. Nació en una tierra que, mucho antes de la modernidad, ya dio fruto a sabios, médicos y místicos que hablaron del fuego, de la unión y del Uno. Nació en esta tierra que hoy llaman España —pero que fue Sefarad, fue Al-Ándalus, fue el lugar donde confluyeron Torá, Corán y Evangelio; sabiduría hebrea, islámica y cristiana. Una tierra de luminarias.

Una vista desde Oviedo

La tierra de Maimónides (1138–1204), cordobés, que habló del alma, del cuerpo y de la ley sin separarlos jamás. Que enseñó que no hay contradicción entre razón y fe, entre medicina y oración. La tierra de Ibn ‘Arabī (1165–1240), murciano, que proclamó que el Amor es el camino, que todo revela a Dios… pero no de cualquier manera. Que el Uno se manifiesta con forma, y que sin forma no hay verdadera realización. Como enseña también el ‘Sutra del corazón’: «la forma no es distinta del vacío, ni el vacío distinto de la forma». La tierra del Zóhar (compuesto por un castellano, de origen leonés, entre 1280 y 1286), con sus visiones sobre la unión sagrada entre lo masculino y lo femenino. No como ideología moderna, sino como misterio antiguo: varón y hembra, creados para completarse.

También esta tierra dio a luz a místicos cristianos que hablaron del Amado con lenguaje de fuego y de bodas del alma. Teresa, Juan y otros antes y después de ellos rozaron lo sagrado con intensidad verdadera. Pero su camino fue torcido por una Iglesia modelada por Pablo y Agustín: una institución que temía el cuerpo, reprimía el eros legítimo, desconfiaba del anhelo de hacerse una sola carne y confundía la fidelidad con la represión.

En vez de celebrar el goce carnal entre los esposos, promovía una abstinencia inducida —como si el deseo conyugal fuera siempre vergonzoso, en vez del impulso divino que nos llama a completarnos con nuestra otra mitad. Por eso su mística, aun siendo ardiente, quedó desencaminada: condenada a buscar a Dios fuera de la carne, lejos del lecho conyugal, como si el alma tuviera que buscar al Amado en visiones etéreas, en vez de hallarlo en el cuerpo del ser amado, en el pan compartido, en el hogar.

De esa tierra nace una nueva voz. No traemos sincretismo. No jugamos a mezclar sin raíces. No diluimos las formas. Porque sabemos que sin forma no hay fuego. Por eso hablamos de despertar con preceptos. Con recato. Con atención cuidadosa. Con práctica diaria. Con fidelidad. Con vida compartida. Con cuerpo. Con hogar.

Por primera vez, el zen toma forma aquí, en tierra hispana. No como copia ni adaptación superficial, sino como expresión viva, con cuerpo propio y raíces profundas. No imitamos modelos extranjeros ni jugamos a ser chinos, vietnamitas o japoneses —sería ridículo. Zen Oviedo nace de una larga experiencia íntima con la tradición, no de una ocurrencia personal ni de una moda espiritual. Es zen verdadero, recogido donde aún arde. Y ha tomado forma aquí, en esta tierra.

Fui ordenado sacerdote en el templo Xūyún de Honolulu. Recogí el Dharma allí, y luego en Plum Village, y en los monasterios chinos de Bǎilín —donde recibí la encomienda—, Nánhuá y Yúnmén. También en el Dojo Zen Nalanda de Barcelona, cuando aún vivía mi buen amigo y compañero de camino Jesús Martínez.

Hace casi treinta años, en mis primeros años como sacerdote, traduje personalmente los grandes sutras del zen —el del corazón, el del diamante, el del estrado—, y bastantes enseñanzas de maestros chinos clásicos. También traduje un libro de Thrangu Rinpoché sobre el mahāmudrā tibetano. Y, a petición del abad Jìnghuì (1933–2013), discípulo directo del venerable Xūyún, traduje un libro sobre el shēng huó chán —el zen de la vida cotidiana—, como parte de una colaboración directa con la tradición viva en China.

No lo menciono para mirar atrás, sino para mostrar con claridad que este camino no se improvisa. No es fruto de una ocurrencia personal, ni una moda espiritual más. Lo que ofrecemos aquí es una forma viva, nacida de décadas de práctica, de traducción, de transmisión directa. Con raíces verdaderas. Por eso puede arder con fuerza.

Somos una tradición zen nacida en la tierra de Maimónides, Ibn ‘Arabī y el Zóhar. No para conquistar el mundo. Sino para hablar a quienes arden. A quienes sienten que algo sagrado ha sido olvidado. A quienes están listos.

Un zen con alma hebrea, al igual que en China nació con alma taoísta. Porque esas son nuestras raíces culturales: la Biblia hebrea, no el Dàodé jīng ni los clásicos confucianos. Porque he sido reconocido como «judío entre judíos, con pleno derecho a luchar con nuestro Dios, nuestros textos, nuestras enseñanzas y nuestras tradiciones», pero sobre todo llamado a ser «una bendición para todas las familias de la tierra». Y porque —más allá de cualquier reconocimiento— la tradición hebrea es la única que siempre ha tenido claro que hemos sido creados varón o hembra para hacernos una sola carne.

Un zen que también tiene sensibilidad sufí, porque los sufíes oran con el corazón, con poesía hermosa y ardiente, y me he impregnado de ello en mis numerosos viajes y retiros por Marruecos.

Zen Oviedo: raíces orientales, alma hebrea, sensibilidad sufí. Fuego con forma.

¡Paz!


Oviedo, 26 de mayo de 2025

No es haciendo lo que quieras, cuando quieras y con quien quieras como serás feliz, sino queriendo con todo el cuerpo aquello que has elegido con todo el alma: entregarte sin reservas a tu ser amado.

Pareja de practicantes de Zen Oviedo vestidos con túnicas de color burdeos
El burdeos es carne, es barro, es sangre, es vino, y también es fuego —pero un fuego que no destruye, sino que da calor, luz y dirección. Así se viste el despertar cuando ha dejado de ser idea y se ha hecho una sola carne.

Y cuando eso se vive —cuando el compromiso es real, se vive con preceptos y recato, con atención cuidadosa, y se mantiene la práctica diaria conjunta—, entonces llega la alegría verdadera: limpia, luminosa, compartida. Dos cuerpos, una sola carne.

Sí: con sidra. Sí: con risas. Y sin culpa. Porque se vive como ofrenda al vínculo sagrado.

¡Paz!

P. S. El color burdeos:

El burdeos no es un detalle estético. Es un signo. Una forma visible de lo invisible. En Zen Oviedo lo llevamos con intención y con cuerpo, porque este color —oscuro, cálido, profundo— expresa lo que creemos, lo que vivimos y lo que defendemos.

— El burdeos es deseo encarnado y contenido

No el rojo chillón de la pasión sin ley, ni el rosa pálido del sentimentalismo sin forma. Es el rojo del vino maduro, el rojo del fuego que arde bajo control, el rojo del amor que ha encontrado un cauce y lo honra con recato.

— El burdeos es tierra fecunda

Tierra húmeda, fértil, preparada. Color de barro sagrado, de humus que sostiene la vida. Adamáh, en hebreo: el ser humano formado de la tierra roja. En Zen Oviedo no despreciamos la carne: la consagramos. No negamos el cuerpo: lo volvemos altar.

— El burdeos es sangre sellada

No la sangre de la violencia, sino la del pacto, la de la alianza, la del compromiso que no se rompe aunque cueste. Sangre que dice: «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío».

— El burdeos es vino que alegra sin desbordar

Vino del Cantar, vino del Shabat, vino compartido en la mesa del vínculo. Alegría sí —pero con forma. Celebración sí —pero consagrada. Gozo con raíz. Risa con recato. Amor con altar.

No nos vestimos de blanco —porque no huimos del deseo. No nos vestimos de negro —porque no rechazamos la vida. Nos vestimos de burdeos, porque hemos sellado un pacto: vivir con cuerpo, con forma y con fidelidad.

El burdeos es carne, es barro, es sangre, es vino, y también es fuego —pero un fuego que no destruye, sino que da calor, luz y dirección. Así se viste el despertar cuando ha dejado de ser idea y se ha hecho una sola carne.

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Oviedo, 30 de mayo de 2025

Zen Oviedo no está aquí para convencer a todos. No ofrece una espiritualidad universal ni busca adaptarse a las modas del momento. Está aquí para quienes ya arden por dentro. Para quienes intuyen —sin saber por qué— que fueron creados varón o hembra no para competir, sino para completarse. Para quienes escuchan el eco de un mandato antiguo: hacerse una sola carne. Con preceptos. Con recato. Con atención cuidadosa. Con práctica diaria. Con fidelidad absoluta.

Una pareja cogida de la mano en el campo

Jesús (Yeshúa) no vino a fundar una religión global: «Solo he sido enviado a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mateo 15:24). Fue un maestro judío, fiel a la Torá, que habló desde dentro de su tradición. No salió a predicar a gentiles. No buscó imponer su mensaje: «Y si alguno no os recibiere, ni oyere vuestras palabras, salid de aquella casa o ciudad, y sacudid el polvo de vuestros pies» (Mateo 10:14). Citó el Génesis, honró el vínculo conyugal y celebró con vino en una boda. Solo quería despertar a los que aún podían escuchar.

Pablo, en cambio, quiso convertir a todos. Abandonó la Torá, sustituyó el vínculo sagrado por el ideal del celibato, y universalizó un mensaje que ya no nacía del cuerpo ni del amor compartido, sino de su propia visión. No bendijo el vínculo: lo toleró con resignación. «Cásate si no puedes resistir», dijo. No para amar ni para compartir la vida, sino para no caer en pecado. Como si el otro fuera un remedio contra el deseo, un consolador de carne al que acudir cuando no se aguanta más.

El Buda, después de despertar bajo una higuera —en medio de una desesperación existencial real, no en una sala de meditación tibia y rutinaria—, no quiso enseñar de inmediato. Dudó. Pensó que nadie podría comprender aquello. Hasta que intuyó: «Hay seres con poco polvo en los ojos». Entonces se levantó, no para convencer a todos, sino para hablar a los que estaban listos.

También Bodhidharma, el primer patriarca zen de China, no fue comprendido por el emperador. No traía frases bonitas ni enseñanzas para adular a la corte o adornar el palacio. Hablaba solo de lo esencial: del despertar. Y por eso se retiró a meditar en soledad, de espaldas al mundo, durante años. No reunió multitudes. Solo unos pocos se acercaron. Uno de ellos, Huìkě —el futuro segundo patriarca— ardía con el mismo fuego. No vino por curiosidad, sino por urgencia. Y para mostrar que no era un buscador tibio, ofreció su brazo como ofrenda. No por locura, sino por amor radical al Dharma. Porque cuando uno arde, está dispuesto a todo.

Zen Oviedo se reconoce en esa línea: no está aquí para conquistar el mundo. Está aquí para dar cobijo a quienes arden por dentro. A quienes intuyen que falta algo. A quienes saben —sin saber cómo lo saben— que fueron creados varón o hembra no para competir, sino para completarse. A quienes escuchan el eco de un mandato olvidado: hacerse una sola carne. Con preceptos y recato. Con práctica comprometida. Con una forma de vida que cuida el fuego. Con fidelidad. Una fidelidad que no es idea, sino cuerpo, hogar-fortaleza, mesa compartida. Una fidelidad que toma forma. Porque el despertar no está allá fuera. Está en la vida ordenada, noble y amorosa compartida en pareja.

No venimos a discutir. Venimos a ofrecer un hogar a quienes ya sienten la llamada. Porque sabemos que no todos están listos. Pero también sabemos que algunos sí. Y que para ellos, este camino puede ser todo.

¡Paz!

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Oviedo, 31 de mayo de 2025

El colegio que me preparó para el Dharma: memoria de un mundo con forma

Los ocho primeros años de mi vida escolar los pasé en el Colegio Hispania, un colegio solo para varones en Oviedo. No era un monasterio, ni una escuela religiosa estricta. Pero había algo allí que el mundo actual ha perdido: recato estructural. Sin teorías, sin discursos. Estaba en el aire. En la vestimenta. En las relaciones. En la forma de mirar, de hablar, de estar.

Colegio Hispania en Oviedo

Y no era solo cuestión de cuerpos cubiertos. Había respeto. Don Jaime, don Bernardo, la señorita Montse… Jamás se nos habría pasado por la mente tutear a un profesor o tratarlo con ligereza. No hacían falta amenazas ni castigos —aunque también los había cuando eran necesarios para educar y restablecer el orden. El respeto estaba inscrito en la estructura misma. Sabíamos que había jerarquía, que había forma, que había algo sagrado en cómo uno se dirigía al otro.

Ese respeto no era miedo. Era reconocimiento. Sabíamos que había cosas que no se profanaban: ni la autoridad, ni la palabra dada, ni la dignidad de otro cuerpo.

Y nos enseñaban a memorizar. Con comas y puntos. Con precisión. Con el cuerpo entero, no solo con la cabeza. A muchos les parecerá algo menor, pero no lo es. A mí, años después, me permitió grabar las enseñanzas en el corazón. No tener que depender de papeles, de pantallas, de recordatorios externos. Y eso marca una diferencia inmensa. Porque cuando una enseñanza vive dentro, te trabaja desde dentro. Te habla mientras caminas. Te sostiene cuando todo alrededor se tambalea. Te recuerda quién eres cuando el mundo quiere hacerte olvidar. Memorizar no era una técnica escolar: era una forma de sembrar raíces.

El deseo no era estimulado a cada paso. Podíamos estudiar, jugar, discutir, imaginar, sin estar constantemente pendientes de gustar o de provocar. La niñez y la preadolescencia, aunque complejas, aún tenían una base protegida sobre la que madurar.

Después cambié a un colegio mixto de la educación pública. Y lo vi con claridad brutal: el deseo había dejado de ser algo íntimo para volverse moneda social. Todo estaba teñido de tensión: las amistades se volvieron inestables, la mirada ya no era limpia, las conversaciones se llenaron de ambigüedad. El cuerpo empezó a convertirse en un escaparate, y el alma a defenderse como podía. Lo que antes era camaradería, ahora era competencia. Lo que antes era juego, ahora era estrategia. Y el corazón —aunque nadie lo diga— sufría.

Ahí comprendí, en carne propia, que el recato no reprime: el recato protege. No es una forma anticuada, sino un cauce para que el alma crezca sin fragmentarse, sin deformarse.

Años más tarde, en el camino espiritual, me volví a encontrar con el recato. En los preceptos de los monjes. En las liturgias antiguas. En la vida ordenada de los maestros. En los textos que hablaban de cuidar la mirada, la palabra, la cercanía, la forma de estar con el sexo complementario.

Y no me pareció extraño. No me pareció opresivo. Me resultó familiar. Como si el alma lo reconociera. Como si dijera: ¡esto era! Esto era lo que protegía. Esto era lo que habíamos perdido.

Por eso, Zen Oviedo no nació de una teoría ni de una moral artificial. Nació de una evidencia vivida: que el cuerpo necesita límites, el deseo necesita forma, y el amor solo florece en un entorno fértil y cuidado.

Este camino no busca parecer distinto. Busca ser fiel a lo que el alma sabe, aunque el mundo lo haya olvidado. Esto no es dogma. Es memoria. Y es verdad.

Pertenezco a la última generación que vivió, aunque fuese de forma parcial, un mundo con forma. Un mundo donde aún había recato, respeto, jerarquía, y cierta custodia del alma. Lo que Zen Oviedo propone no es volver atrás, sino rescatar lo esencial de aquel mundo —no para repetirlo, sino para transformarlo en una forma fértil, clara y encarnada para este tiempo. No es pasado. Es destino.

Apéndice: una ruptura mundial, una herida española

Cómo la estructura invisible del alma se perdió en una sola generación

Lo que ocurrió en España entre finales del franquismo y los años 90 no fue solo un cambio político. Fue una ruptura espiritual, cultural y pedagógica sin precedentes. En menos de una generación se pasó —en la escuela, en la familia, en la calle— de un mundo con forma a un mundo sin forma. De un mundo donde aún existía jerarquía, respeto, liturgia, recato y transmisión encarnada, a un mundo donde todo se volvió mezcla, exposición, confusión y dispersión afectiva.

A diferencia de otros países donde el proceso fue lento o parcial, en España fue repentino, total y muchas veces ciego. Se quería romper con el autoritarismo, pero en el proceso también se arrojaron los principios, las formas fecundas y la sabiduría encarnada. No se reformó el viejo mundo: se demolió. Se hizo con rabia, con prisa y sin discernimiento. Y lo que quedó no fue libertad, sino desorientación.

Zen Oviedo no idealiza el pasado católico. Al contrario: lo denuncia. No fue el cristianismo de Jesús el que educó a las almas, sino una Iglesia que traicionó el cuerpo, reprimió el deseo y desfiguró el vínculo conyugal. Durante siglos, el catolicismo sembró culpa, represión y dependencia institucional. Y cuando cayó, no quedó una estructura sana: quedó un vacío.

Por eso, al caer el régimen, no solo se rechazó la Iglesia: se rechazó toda verticalidad, toda forma, toda memoria. La reacción fue comprensible —pero también trágica. Se confundió lo sagrado con lo clerical. Y al intentar huir de la opresión, se perdió también la custodia del alma.

Esta ruptura no fue exclusiva de España. El colapso de las formas fue global. En Francia, se aceleró tras el mayo del 68. En Estados Unidos, la contracultura debilitó la transmisión intergeneracional. En Alemania, la ruptura fue más silenciosa, pero igualmente profunda. En América Latina, el proceso fue más desigual, pero no menos corrosivo. Pero en España, por su historia, su estructura familiar católica y su transición política abrupta, la ruptura fue especialmente brutal. Por eso, quienes vivimos el mundo anterior —aunque fuera en la infancia y la preadolescencia— sentimos con nitidez el corte. Muchos no supieron explicarlo. Pero lo sintieron en el cuerpo.

Zen Oviedo no es nostalgia. Es restauración lúcida. No venimos a rescatar el catolicismo ni a volver a sus formas vacías. Venimos a recordar lo que es verdadero: la diferencia entre los sexos, el vínculo sagrado, el recato como cauce, la jerarquía como forma, la liturgia como semilla encarnada. Y todo eso no lo inventó la Iglesia. Fue anterior. Fue más profundo. Y fue traicionado.

Zen Oviedo recoge esos hilos olvidados y les devuelve su forma fértil. No como reliquia, sino como camino. No como pasado, sino como destino.

¡Paz!

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Oviedo, 24 de mayo de 2025

No fue en un templo. Ni en un monasterio. Ni en una ceremonia. Fue en una casa pobre, a las afueras de Fez, en mitad de la nada.

Vista de la ciudad de Fez en Marruecos
No fue en un templo. Ni en un monasterio. Ni en una ceremonia. Fue en una casa pobre, a las afueras de Fez, en mitad de la nada.

El hombre era un shayj anciano, casi ciego. Su mujer, delgada, sin adornos. No tenían casi nada. Pero allí había algo que no he vuelto a encontrar desde entonces, casi veinte años de viajes: una ternura tan real que llenaba el aire.

No hablaban mucho. No predicaban. No hacían nada extraordinario. Pero se amaban. Y no solo era evidente. Se podía sentir.

El amor entre ellos llenaba el espacio. No era emoción ni postureo. Era atmósfera. Presencia. Algo que casi se podía tocar. Te envolvía, te ablandaba el pecho, te hacía bajar la voz. No sé explicarlo mejor.

Solo sé que ese día supe, con una certeza sin palabras: eso era lo que yo quería para mí. Ese amor. Esa alianza. Esa paz.

Y entonces ocurrió.

El shayj partió un trozo de pan. Lo sostuvo un momento. Y me lo ofreció. Con la mirada velada por los años, me dijo con claridad:

— Esto es mi baraka. Te la doy.

Y la recibí. No como símbolo. No como cortesía. Como quien recibe algo vivo, que no se puede devolver.

Fue real. Fue directo. Fue irrevocable. No un simple gesto, sino una transmisión. Desde entonces, lo llevo conmigo.

Y no fui el único tocado por aquella escena.

Había contratado un conductor que también hacía de traductor. De camino, me lo dejó claro:

— Yo no creo en nada de eso.

Pero al salir, salió llorando. Y no dejó de llorar en todo el trayecto de vuelta. Una hora entera.

Sin que nadie dijera nada. Solo lágrimas, sollozos. Porque su alma —aunque no creyera— había sido tocada por lo mismo.

No una doctrina. No un destello místico. Una vida. Un vínculo. Un amor que se podía respirar.

Desde entonces supe con certeza que mi camino no era la renuncia sin vínculo, ni el retiro solitario, ni la iluminación sin carne.

Mi camino era ese: la renuncia al mundo, sí, pero por amor. El retiro, sí, pero con mi ser amado. La iluminación, sí, pero encarnada en una vida sellada, fecunda y compartida.

El amor sagrado entre dos. El que no necesita adornos. El que no se predica. El que se vive —y basta con estar cerca para que el alma despierte.

Ese día recibí la baraka. Pero no fue solo él quien me la transmitió. Fue también su vínculo: la forma en que se miraban, se cuidaban en silencio, el sagrado recato que lo impregnaba todo.

Allí comenzó Zen Oviedo. Aunque tardé años en darle forma. Allí nació lo que hoy intento custodiar:

Que el verdadero despertar no está en destellos místicos ni en cielos imaginados, sino en vivir con amor de carne y hueso, con pacto, con recato. No en iluminarse solo —esa abstracción vacía—, sino en hacerse uno con quien se ama. En una casa apartada del ruido del mundo, sellada, fecunda, consagrada.

Porque esa es la llama que sostiene el mundo. La forma que no traiciona al deseo. El único camino que vale la vida entera.

¡Paz!

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Si sientes que este camino resuena contigo —y estás dispuesto a tomar decisiones reales—, te esperamos. No ofrecemos consuelo: ofrecemos verdad. Y una comunidad donde vivirla juntos.


Última revisión: 1 de junio de 2025