Ben Diez (Shì Chuán Fǎ)
Abad de Zen Oviedo

Descubre la visión de nuestro abad a través de estas charlas del Dharma:

Lo que de verdad importa

El zen requiere agallas

No es para todos

¿Demasiado intenso?

Milarepa y Marpa: cuando el Dharma cuesta oro… y se paga con soledad


Oviedo, 2 de abril de 2025

Durante milenios, los seres humanos hemos intentado calmar nuestra insatisfacción corriendo tras lo mismo: comida, sueño, sexo, dinero, fama. El Buda los llamó los cinco deseos mundanos. Hoy usamos otros nombres: experiencias, éxito, plenitud, libertad… pero son las mismas trampas con otro envoltorio. Perseguimos promesas que no se cumplen: «Cuando consigas esto, entonces serás feliz». Y así se nos va la vida. Corriendo. Como locos. Lo más inquietante es que, en el fondo, lo sabemos. Sabemos que esto no funciona. Que no hay paz al final de esa carrera. Pero seguimos corriendo.

Pareja de patos mandarines, símbolo ancestral del amor fiel, la fidelidad conyugal y la unión armoniosa.
Pareja de patos mandarines, símbolo ancestral del amor fiel, la fidelidad conyugal y la unión armoniosa. En las tradiciones de Asia oriental, evocan la alegría de compartir la vida en pareja. En el zen encarnado que cultivamos, representan el deseo consagrado, el vínculo vivido con verdad y la fidelidad que nace de la atención amorosa.

Comemos sin saborear. Dormimos para no sentir. Follamos sin compromiso. Acumulamos sin sentido. Buscamos aprobación en un mundo que no sabe amar. Y trabajamos. Mucho. No solo para vivir, sino para demostrar algo.

Queremos ascensos, méritos, títulos, más responsabilidad. No por necesidad, sino para obtener validación. Para convencernos —y convencer a otros— de que somos valiosos. Pero ese reconocimiento externo es un pozo sin fondo: nunca basta. Y al final, entre la prisa y el orgullo, dejamos fuera lo más importante.

Cuando llega la vejez —si llega—, nadie se arrepiente por no haber comido más, dormido más, follado más sin amor, ganado más dinero o conseguido un puesto más importante. Nadie llora por no haber acumulado más títulos, méritos o aplausos. Pero demasiados se arrepienten por no haber amado de verdad. Por haber vivido buscando sin encontrar. Por no haber protegido lo que de verdad importa. Esto lo entendió el Eclesiastés (hacia 600 a. e. c.), después de haber probado todo:

«No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan, ni aparté mi corazón de placer alguno, porque mi corazón gozó de todo mi trabajo; y esta fue mi parte de toda mi faena. Miré yo luego todas las obras que habían hecho mis manos, y el trabajo que tomé para hacerlas; y he aquí, todo era vanidad y aflicción de espíritu, y sin provecho debajo del sol» (2:10-11).

Y más adelante:

«Anda, y come tu pan con gozo, y bebe tu vino con alegre corazón; porque tus obras ya son agradables a Dios. En todo tiempo sean blancos tus vestidos, y nunca falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer [o el hombre] que amas, todos los días de la vida de tu vanidad que te son dados debajo del sol, todos los días de tu vanidad; porque esta es tu parte en la vida, y en tu trabajo con que te afanas debajo del sol» (9:7-9).

Mucho antes, la tabernera Siduri ya lo había dicho, cuando Gilgamesh buscaba la inmortalidad:

«Gilgamesh, ¿hacia dónde corres?
La vida que persigues, no la encontrarás.
Cuando los dioses crearon a la humanidad,
le impusieron la muerte;
la vida la retuvieron en sus manos.
Tú, Gilgamesh, llena tu vientre.
Día y noche vive alegre.
Haz de cada día un día de fiesta.
Diviértete y baila noche y día.
Que tus vestidos estén limpios,
lavada tu cabeza, tú mismo estés siempre bañado.
Mira al niño que te tiene de la mano.
Que tu esposa goce siempre en tu seno.
¡Tal es el destino de la humanidad!»

~ Epopeya de Gilgamesh, versión paleobabilónica, hacia 1800 a. e. c.

¡Presta atención! No hay enseñanza más clara ni más elevada. Este es el mismísimo secreto de la vida. Deja de correr. No busques otra cosa. Amar y ser amado. Disfrutar de placeres sencillos y legítimos. Cuanto antes lo tengamos claro, antes podremos empezar a vivir de verdad.

Hoy, como ayer, los poderes que controlan la economía y la cultura han intentado esconder esta verdad sencilla. Quieren —y han querido siempre— seres insatisfechos, dóciles, fácilmente manipulables. Porque las personas que viven con plenitud, que aman y son amadas, que están presentes en su cuerpo y disfrutan de su vida, no son fáciles de controlar. No obedecen sin pensar. No necesitan comprar ni exhibirse para sentirse valiosas.

Pero esta sabiduría ha resistido, porque late en lo más profundo de lo que significa ser humanos, y ha seguido apareciendo una y otra vez en los márgenes. Por ejemplo, lo entendió claramente Ikkyū Sōjun (1394–1481), el maestro zen que amó, bebió y escribió con el cuerpo entero:

«Cada noche, la dama Mori canta para mí.
Bajo el edredón, dos patos mandarines,
conversación íntima siempre renovada.
Hacemos el voto de encontrarnos en el tiempo de Maitreya.
Aquí, en la casa del viejo buda, todo es primavera».

Y también:

«En vez de diez mil sutras, una canción.»

El maestro Ikkyū no proponía libertinaje. Proponía algo más difícil: vivir el deseo con verdad. Amar sin espectáculo. Disfrutar sin profanar. No evadirnos, sino comprometernos. No consumir cuerpos, sino construir vínculos.

Eso es lo que enseñamos en Zen Oviedo. No venimos a negar el deseo, sino a ordenarlo y consagrarlo. A protegerlo con recato. A habitarlo con atención amorosa. Porque no hay espiritualidad real si no transforma lo cotidiano. Y no hay espacio más sagrado que el amor compartido cuando se vive con lucidez.

La pareja sagrada no es una fantasía ni una imposición. Es una práctica: la más importante. No hay entrenamiento más profundo, ni revelación más clara del propio ego, que amar de verdad a otro ser humano y construir con él un vínculo seguro. Como enseñaron John Bowlby y Sue Johnson, el amor no es un lujo: es una necesidad del corazón humano. Y la pareja, cuando se vive con compromiso, ternura y atención amorosa, se convierte en el lugar donde se juega todo. Ahí se encarna el Dharma o se traiciona. Ahí se ama con verdad o se huye. Por eso el recato no es represión: es respeto. Es contorno para lo sagrado. Es la forma de custodiar lo que este mundo ha profanado: el deseo, el cuerpo, el vínculo.

Y tú, ¿hacia dónde corres?


Oviedo, 2 de abril de 2025

En el zen —al igual que en otros caminos serios como el jasidismo o el sufismo magrebí— si preguntamos algo a nuestro maestro, se espera que hagamos caso a sus indicaciones. Si no, no preguntamos. Porque preguntar sin intención de actuar es solo una excusa para no cambiar. Y cuando eso ocurre, la transmisión se bloquea, la puerta de la transformación se cierra. Y sin transformación, no hay manera de sanar el sufrimiento ni de vivir en paz.

Morinaga Sōkō (1925–1995), destacado maestro zen japonés de la escuela rinzai
Morinaga Sōkō (1925–1995), destacado maestro zen japonés de la escuela rinzai

Un amigo mío, español, que había estudiado Medicina, fue a Marruecos para ver a su ‘shayj’ sufí. Le pidió orientación. El maestro le escuchó en silencio y dijo:

—Vete a vivir al Sáhara.

Y él fue. Sin protestar. Sin condiciones. Sin excusas. Allí conoció a su mujer y vivió la mayor parte de su vida adulta. No buscaba un consejo vago y estéril: buscaba una indicación clara para actuar que marcase una diferencia real. Y la encontró.

Algo muy parecido le ocurrió a Morinaga Sōkō (1925–1995), un destacado maestro zen japonés del siglo XX.

Era joven, estaba perdido. La guerra le había quitado todo: patria, padres, tierra, sentido.

Una mañana, en plena desesperación, se presentó con el pelo largo y una toalla a la cintura en el templo Daishuin, en Kyoto, donde vivía el anciano maestro Zuigan Gotō (1879–1965).

Hablaron. O más bien, Morinaga habló durante hora y media. Cuando terminó, el maestro dijo:

«Escuchándote ahora, puedo ver que has llegado a un punto en el que no hay nada en lo que puedas creer. Pero no existe algo así como práctica sin creer en tu maestro. ¿Puedes creer en mí? Si puedes, te acepto ahora mismo, tal como estás. Pero si no puedes creer en mí, entonces tu presencia aquí no tiene sentido, y puedes regresar de inmediato al lugar del que viniste».

Algunas personas dicen que necesitan tiempo. Pero lo que falta no es tiempo: es voluntad. Voluntad de mirar su insatisfacción de frente, a la cara. Voluntad de dejar de dar vueltas, de decir sí de verdad. Eso es el zen: no una espera pasiva, no excusas, sino una decisión encarnada. Determinación. Coraje real. No dejarse paralizar por el miedo. Echarle huevos u ovarios, sin adornos.

No es cuestión de obediencia ciega, sino de comprender que sin entrega auténtica, nada se transforma. El maestro no exige sumisión. Exige sinceridad. Y si preguntas, es porque estás dispuesto a hacer lo que se te diga.

Si no, simplemente no preguntes.

¿Demasiado radical? Quizá. Pero ¿cómo podría haber transformación real sin algo de riesgo?

Huìkě (487–593), el segundo patriarca zen de China, se cortó un brazo. No como gesto simbólico, sino porque comprendía que su vida estaba en juego, que el verdadero ‘sí’ no se dice con la boca: se encarna. Y confiar —de verdad— es dar un salto de fe que no nace del ego ni de la mente pensante, porque no es un pensamiento: es algo más hondo, algo que brota de las entrañas. Es instinto puro.

Ir a sentarse con otros un día a la semana puede ser útil, o un estorbo, depende. Pero no es zen si no hay entrega, si no se da el salto desde las tripas. Zen es quemar las naves. Es ir al maestro como se va a la vida o a la muerte. Como quien dice: «Ya no puedo más. Aquí estoy. Hazme de nuevo».

Ese es el camino. No de todos. No de los tibios. No de los que juegan a ser espirituales. Pero sí de los que están listos para tomar acción, transformar su vida y vivir en paz de una vez. Preguntar es comprometerse a escuchar y actuar; sin excusas, esas se dejan en casa. Si no estás listo, guarda silencio con respeto… hasta que lo estés.

¡Paz!


Oviedo, 1 de abril de 2025

Hace tiempo, una mujer atractiva —acostumbrada a ser mirada, a seducir con naturalidad, y que aseguraba querer seguir el camino del zen— me preguntó:

—Entonces, ¿debo tirar toda mi ropa?
—Sí.
—¿Y cambiarme de casa?
—También.

Huìkě (487–593), segundo patriarca zen de China, ofreciendo su brazo a Bodhidharma.
Huìkě (487–593), segundo patriarca zen de China, ofreciendo su brazo a Bodhidharma.

No era una metáfora. Era una enseñanza, una indicación clara. Y si lo que decía era verdad —si de verdad quería seguir el camino—, entonces no había otra respuesta posible.

Su ropa estaba hecha para ser mirada. Para destacar. Para el escaparate del mundo. No para el camino interior. Su casa, un bajo con ventanales, exponía cada rincón de su intimidad a los ojos de cualquiera que pasara por la calle. No hay santuario que resista tal exposición.

En la tradición judía, esto se llama hezeq reiyáh, el «daño de la mirada». Porque el recato no empieza en la tela, sino en la arquitectura.

No se permite construir una ventana si desde ella puede verse el interior del hogar ajeno. ¿Por qué? Porque lo interior es sagrado. La casa es un pequeño santuario. Y un santuario con muros de cristal no es un santuario: es un espectáculo.

No se puede hablar de silencio si uno vive como un espectáculo. Así que sí: tirar la ropa. Y mudarse. No como castigo, sino como comienzo. Para despejar. Para volver a lo esencial. Para habitar, por fin, una vida no diseñada para el ojo ajeno, sino para la verdad.

¿Te suena exagerado? Quizá es que hemos confundido el desapego con una fantasía mental, con alguna idea bonita leída en un libro de espiritualidad. Pero el desapego real —el único que cuenta— no ocurre en la cabeza. Ocurre en la carne. En las decisiones. En la vida concreta.

Esto siempre ha sido así. Huìkě (487–593), el segundo patriarca zen de China, se cortó un brazo para mostrar su determinación. No por devoción ciega, sino por urgencia existencial.

Esperó días en la nieve frente a Bodhidharma, quien lo ignoraba. Cuando se cortó el brazo y lo ofreció, el maestro le habló.

¿Qué nos dice esto? Que quien quiere atravesar la puerta, debe dejar atrás algo real. ¿Y tú? ¿No puedes dejar una prenda? ¿No puedes cerrar una cortina?

El verdadero zen —como el jasidismo y el sufismo magrebí— no niega el cuerpo ni el amor legítimo. Los consagra. Y por eso exige más: porque pide vivir con verdad, no con espectáculo vacío. En realidad, cualquier camino espiritual serio exige lo mismo. No es un juego de ideas. No es un refugio estético. Es una llama.

Quien no esté dispuesto a tomar decisiones reales —no simbólicas, no mentales—, mejor que busque otro lugar. Hay muchos grupos donde sentarse en silencio sin incomodarse, donde todo es suave y reconfortante. Este no es uno de ellos. Este camino no ofrece un falso consuelo estéril. Ofrece verdad, transformación y sanación. Sin paños calientes.

Si vienes, que sea desnudo de excusas. Porque el verdadero zen no comienza cuando te sientas, sino cuando estás dispuesto a abandonar lo que creías imprescindible.


Oviedo, 2 de abril de 2025

Lo escuché una vez, y se me quedó grabado:

—Es que lo nuestro, el compromiso, esta forma de vincularnos… es demasiado intenso.

Ikkyū Sōjun (1394–1481), uno de los maestros zen más lúcidos de la historia y gran inspiración para el enfoque encarnado y radical de Zen Oviedo.
Ikkyū Sōjun (1394–1481), uno de los maestros zen más lúcidos de la historia y gran inspiración para el enfoque encarnado y radical de Zen Oviedo.

Como si eso fuera un problema. Como si la intensidad fuera un defecto. Pero ¿qué otra cosa puede ser el amor, si no es intenso? ¿Qué otra cosa puede ser el zen?

Lo que está en juego en una relación auténtica no es un pasatiempo ni un acuerdo social. Está en juego lo único que da sentido a esta vida sombría y fugaz: la sanación real, la disolución de las defensas, la caída de las máscaras, el abandono de los hábitos que nos alejan del otro… y de nosotros mismos. El vínculo seguro que anhelamos en lo más profundo del ser.

Claro que es intenso. Y si no lo es, no vale la pena.

¿O acaso Huìkě, el segundo patriarca del zen, no se cortó un brazo para mostrar su determinación? ¿Acaso Ryōnen Gensō no se desfiguró el rostro para poder practicar? ¿Acaso Siduri, el Eclesiastés y maestros como Línjì o Ikkyū vivían con tibieza? No. Vivían con intensidad, saboreando cada día. Hablaban de cuerpo, de vino, de gozo y de muerte. Sabían lo que estaba en juego.

Comprometerse de verdad es una práctica espiritual. Amar de verdad es una forma de ‘zazen’. De hecho, es la práctica que da sentido a todas las demás, el ‘tikún olam’ más elevado: la reparación del mundo que comienza en el hogar. Cuida de tu mujer o de tu marido, honra tu vínculo sagrado, y será como si hubieses salvado el universo entero.

La pareja, cuando se vive con honestidad y entrega, es un ‘dōjō’. Es el lugar donde uno ve con nitidez sus miedos, su ego, sus reacciones, su historia… y su anhelo más profundo de ser amado. Por eso muchos huyen. No porque no amen, sino porque amar los confronta. Y eso, para algunos, es insoportable.

Pero también es el refugio seguro que tanto hemos buscado: la tierra pura. Un paraíso real, donde cuerpo y corazón descansan al fin; donde la ternura se vuelve alimento, la risa regresa sin miedo, y uno siente —con certeza serena— que ha llegado a casa. No una evasión del mundo, sino la realización del mundo compartido con verdad.

Sin intensidad no hay verdad. Y sin verdad, lo que hay no es amor: es compañía pactada para no mirarse.

Y es precisamente esa intensidad la que puede abrirnos las puertas de una vida verdadera. Una vida entera, honesta, sagrada. Encarnada. No como ideal inalcanzable, sino como práctica viva. Donde amar no es evasión, sino despertar. Donde comprometerse no es una carga, sino la única vía real hacia la sanación.

¿Demasiado intenso? Tal vez. Pero también es la única intensidad que salva de la insatisfacción interior y la vanidad de la existencia. La intensidad no es el problema. El problema es querer vivir sin ella.


Oviedo, 3 de abril de 2025

Marpa el Traductor (1012–1097) no fue monje. Fue esposo. Y también agricultor, maestro, transmisor del Dharma. Trajo el linaje más profundo del budismo tántrico desde la India al Tíbet, y lo hizo sin huir del mundo. Su práctica era el vínculo, la tierra y la acción compasiva, pero firme. No se retiró a la montaña: eligió el hogar como templo.

Pareja mayor meditando sentada frente al mar, encarnando el espíritu del zen en la vida cotidiana, símbolo del Dharma vivido en el vínculo amoroso.
El Dharma no se transmite en la cueva, sino en la vida compartida. Como Marpa y Dagma: dos cuerpos, un solo compromiso. Amor, práctica y verdad en cada gesto cotidiano.

Su esposa, Dagma, no fue un freno a su rigor, sino el otro pilar de su fuerza. Mientras Marpa exigía, ella sostenía. Mientras él forjaba a sus discípulos con dureza, ella cuidaba lo humano. No estaban en conflicto: estaban en alianza. No se corregían mutuamente: se complementaban con precisión. Sin ella, el fuego habría quemado. Con ella, pudo transformar. Juntos, eran el linaje vivo. ‘Gevuráh’ y ‘jésed’, si alguien entiende: el rigor que transforma y la ternura que sostiene.

Milarepa llegó a ellos marcado por el peso de sus actos: había usado magia para matar, y buscaba redención. Llegó con oro, como era costumbre en la transmisión tántrica. El oro no era un precio cualquiera: era símbolo de entrega total. Y Marpa lo aceptó. Pero no le enseñó nada.

En lugar de transmitirle el Dharma, le puso a construir torres. Una, dos, tres. Debía desmontar cada una al acabarla. Piedra por piedra. Sudor, humillación, hambre. Una y otra vez. No por crueldad, sino porque Milarepa aún no estaba limpio. Porque el ego no se cae leyendo libros. Porque la transformación no llega con palabras dulces.

Y cuando Milarepa, agotado, ofreció un poco más de oro —reservado en secreto—, Marpa le echó. No porque despreciara el oro, sino porque ese oro revelaba que aún no había entrega total. Que el discípulo no confiaba del todo. Y sin confianza, no hay transmisión.

Pasaron años. Cuando el fuego había purgado lo necesario, Marpa le dio todo: el mahamudra, los seis yogas de Naropa, el linaje completo. Milarepa lo recibió… y se fue. Se retiró a las montañas. Pasó el resto de su vida solo, meditando entre ortigas, comiendo lo que podía, tratando de apaciguar el dolor de fondo que nunca le abandonó. Aprendió el linaje. Alcanzó cierta paz. Pero murió sin pareja, sin hijos, sin un hogar compartido.

A pesar de lo que diga la tradición tibetana, no fue un modelo a seguir. Fue un alma desgarrada que hizo lo que pudo. Su devoción fue sincera, pero su camino fue el reflejo de una herida que no sanó del todo: el precio kármico de haber matado a demasiadas personas. No fue una realización plena. Fue una penitencia. Como muestra, su culo encallecido de tanto sentarse para tratar de escapar de su dolor.

Marpa vivió con otros. Milarepa, no. Y eso lo cambia todo.

El Dharma no se transmite desde la cueva. Se transmite en la vida real. En el vínculo. En el cuerpo compartido. En la dificultad cotidiana de no huir. Quien ama con verdad, quien se compromete de verdad, vive en el único templo que importa: la pareja como ‘dōjō’, como refugio seguro, como llama sagrada.

No hay despertar más alto que cuidar, día tras día, de alguien a quien se ha elegido. No hay linaje más profundo que el que se sostiene con carne, con ternura y con decisiones concretas. El resto —incluso si es sincero— es apenas un grito solitario en medio de la montaña.

P. S.: ¿Has notado que no hay imágenes de Marpa y su esposa Dagma juntos? No es un olvido inocente. La tradición tibetana, obsesionada con la renuncia y el ascetismo, decidió elevar al ermitaño Milarepa como ideal, y con ello borró del imaginario la figura de Dagma y la transmisión encarnada en la vida compartida.

Pero lo cierto es que el Dharma verdadero no se transmite desde la cueva, sino en el hogar, en el vínculo, en la pareja que se sostiene día tras día con presencia y entrega. No es un camino alternativo: es el lugar donde la transmisión se vuelve real.

Sin Dagma, el fuego de Marpa no habría tenido raíz ni medida. Recordarlos juntos no es una corrección moderna: es devolver al linaje su verdad encarnada. Porque lo que sostiene al mundo no es la soledad penitente de Milarepa, sino la llama compartida de Marpa y Dagma.

¡Paz!


Si sientes que este camino resuena contigo —y estás dispuesto a tomar decisiones reales—, te esperamos. No ofrecemos consuelo: ofrecemos verdad. Y una comunidad donde vivirla juntos.


Última revisión: 3 de abril de 2025