Recato: la virtud necesaria, o cómo cuidar de lo que de verdad importa
Ben Diez (Shì Chuán Fǎ)
Abad de Zen Oviedo
En la tradición budista, el recato no es una opción cultural ni una práctica menor. Es una expresión esencial del camino de la renuncia, la claridad mental y el respeto hacia los demás. Desde el momento en que el futuro Buda se cortó el cabello y cambió sus ropas reales por la túnica de un renunciante (allá por el siglo VI a. e. c.), el recato se manifestó como una virtud central en la vida del practicante.

Las comunidades monásticas budistas, desde los tiempos antiguos hasta hoy, han sido guiadas por normas precisas de recato: no llamar la atención sobre el cuerpo, no actuar de manera sensual, no quedarse a solas con personas del sexo complementario, no tocar ni dejarse tocar. Estas reglas no existen para reprimir, sino para proteger: la mente, el corazón, la armonía de la comunidad y la pureza del propósito espiritual.
El recato sirve para preservar lo que de verdad importa: el camino interior, la sacralidad del vínculo con uno mismo, con los demás y, muy especialmente, el vínculo sagrado de la pareja. Porque, como descubrieron Siduri, el Eclesiastés o el maestro zen Ikkyū Sōjun (1394–1481), la pareja es el espacio sagrado fundamental donde se encarna lo más profundo del Dharma cuando se vive con verdad y entrega.
Este enfoque no es exclusivo del budismo. Tradiciones como el judaísmo y el islam han establecido normas muy similares, comprendiendo que el cuerpo humano tiene una fuerza que puede desviar o despertar deseo innecesario en contextos donde la claridad es más importante que la atracción. El cristianismo también sostuvo normas de recato durante casi toda su historia. Pero hoy, en gran parte, es una tradición en decadencia, que ha cedido a las modas del mundo y ha olvidado muchas de sus propias raíces. El recato no es desprecio por el cuerpo: es respeto por su poder.
En el zen, el recato a menudo se transmite de forma silenciosa, pero también es enseñado de manera clara en muchas comunidades. Por ejemplo, en Plum Village, el maestro Thich Nhat Hanh (1925–2022) lo integró en los entrenamientos de la atención plena, destacando la importancia de cuidar la mirada, el lenguaje corporal y la energía sexual como formas de compasión y respeto. También en otras sanghas se transmite como práctica viva y necesaria, recordando que está presente en la forma de vestir, de caminar, de mirar, de hablar. Es discreción activa. No se busca ser visto. No se busca destacar. Porque la atención no debe dirigirse a nuestra apariencia externa, sino a los valores de nuestro buda interior.
La historia de Ryōnen Gensō (1646–1711), la monja que se desfiguró el rostro para poder ser aceptada como practicante zen, es una de las expresiones más potentes de este principio. Su belleza era un obstáculo. No por culpa suya, sino por el efecto que generaba. Su decisión no fue odio al cuerpo, sino claridad de propósito: si lo bello distrae de lo verdadero, que se aparte lo bello. Así de simple. Así de radical. Tener claro lo que de verdad importa.
En tiempos en los que todo nos empuja a mostrarnos, exhibirnos y afirmarnos, el recato es una virtud contracorriente. Pero es una virtud que protege el corazón, resguarda la mente, permite construir relaciones saludables (nuestra misión más importante en esta vida) y sostiene el silencio donde florece la verdadera comprensión.
No hay nada que reinventar, solo que recordar.
¡Paz!
Última revisión: 1 de abril de 2025